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Me entra la risa floja cada vez que oigo a los quejicas de turno porque algo sale mal. O, peor aún, porque carecen de algo que se les antoja muy necesario. Yo misma me quejo sin parar el día que me cortan el agua para hacer ciertas reparaciones de tuberías en el barrio. No soporto quedarme sin aire acondicionado en plena canícula porque el pobre ya no da más de sí y ha hecho chof. Me sigo enfurruñando si la gran novela de turno, con trescientos mil ejemplares vendidos -y en teoría leídos- es una mierda pinchada en un palo, igual que ese reguetón que ni es música ni es nada pero que lo peta y convierte en millonarios a tipos que a duras penas vocalizan. Así pues, una vez me he quejado (de pensamiento, palabra, obra u omisión) me entra la risa floja. Ya no digamos viendo a los patriotas que se visten de banderas y gritan con la cara pintada aterrorizados porque el país se rompe. Entendería que lo hicieran con el trapo de cocina si lo que se rompiera fuera su hogar y la soledad les empezara a estrangular. Pero por una amnistía. Por un centímetro de tierra. No, la verdad es que no lo entiendo. No consigo farfullar palabra. Es entonces cuando me parece incluso permisible quejarse porque Emaya te ha cortado el agua o se te ha roto el climatizador. Porque total, ya… A veces, después de que se me pase la risa floja, me viene a la memoria aquel tiempo en que, a finales de los sesenta, no teníamos ni baño en la casa del pueblo, cosa que nos obligaba a proveernos de un orinal de loza que guardábamos debajo de la cama. Cada cual tenía el suyo. Aquel orinal era un auténtico tesoro. Cómo hecho de menos ese objeto cotidiano que nos aseguraba un buen descanso sin tener que salir al exterior. Eso sí que era algo del todo necesario. Ay, de la noche en que, por la razón que fuera, no lo encontrabas en su sitio. Pero una amnistía. Por dios, esto sí que es quejarse por gusto.