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La relación del yo con Dios se fundamenta en la fe, don divino. Esta experiencia de la fe tiene un ‘proceso’ que se inicia eliminando toda vanidad o falsedad que es como una nebulosa que dificulta el acceso a Dios con claridad. Muchas veces mezclamos elementos confusos con la afirmación: yo creo en Dios. Sólo una auténtica limpieza de espíritu posibilita la entrada en la trascendencia divina, que se expresa en la plegaria. Orar es experimentar a Dios. La intención implícita de toda oración debería ser acción de gracias y petición a partes iguales. Todo lo que somos y tenemos de bondad es don de Dios y todo lo que necesitamos de compasión y perdón es fruto de nuestra condición de criatura pecadora. Una persona, capaz de esta experiencia, más pronto o más tarde influye en el ámbito social. Es evidente que para alcanzar una buena y sana sociedad no basta promulgar gran cantidad de leyes. La ley es necesaria pero el mero temor a la ley no concuerda con una sana ética. Sólo la virtud o el hábito de hacer el bien es capaz de lograr la felicidad, como promulgaba Aristóteles, y con la suma de muchas personas justas se crea una sociedad feliz.