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L a ciudad de Badalona vive alarmada por la oleada de violaciones en manada de las que son víctimas niñas de doce o trece años. Algo que en algunos lugares de América Latina se solucionaría por la vía rápida con ese recurso tan socorrido del linchamiento, pero que aquí preferimos abordar de puntillas. Los violadores son también niños y por esa circunstancia jamás serán juzgados ni irán a la cárcel. Simplemente, no existen como delincuentes. Aunque lo son. Y de la peor calaña. Los psicólogos corren a decirnos que la vía punitiva no es la solución. Claro, porque no son sus hijas las violadas. Es mucho mejor mirar para otro lado, hacerse el tonto y permitir que esta ‘moda’ prolifere. Está claro que todos los niños del mundo tienen libre acceso 24/7 a contenidos de una violencia extrema en la pornografía, pero también en el cine, la televisión, los videojuegos y hasta la literatura (aunque me temo que estos no leen).

El mundo desarrollado es cada vez más un lugar seguro, pero hay alguien empeñado en que esto cambie. Volvamos a los tiempos –o a los lugares, tan abundantes aún– en los que la vida no valía nada. La integridad de una mujer, de una niña, mucho menos. Nos dicen en Badalona que los agresores viven todos en el mismo barrio, una zona degradada llena de narcotraficantes y gente empobrecida donde el abandono escolar ronda el cuarenta por ciento y que ahí está el problema. No es algo que haya surgido después de la tormenta, como una seta. Es algo que germina lentamente, durante años, décadas. Y ahí verdaderamente está el problema: en la eterna dejadez institucional, que prefiere mil veces el gueto al esfuerzo monumental de integrar, de crear comunidad, de abrazar al diferente para que deje de serlo.