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Hablamos poquísimo de la muerte. Cada vez menos. Es una cuestión a la que pasamos siempre por encima, con disimulo, como si no fuera con nosotros. Con palabras de falso consuelo. Y tiene gracia, pues con lo preocupados que estamos todo el santo día por el futuro, en tenerlo asegurado y otras chorradas, no estaría de más prestarle un poco de atención de vez en cuando. La muerte es el único futuro que tenemos asegurado. Pero claro, no es un futuro nada apetecible, excepto para aquellos que no tienen demasiado apego a la vida. Yo –me imagino que se tratará de una deformación profesional– no puedo evitar considerar la muerte de una forma muy medieval, y cuando siento su presencia cerca, sólo puedo verla como un esqueleto que sonríe entre dientes al tiempo que merodea con su guadaña esperando el momento del triunfo.

Hace una semana casi pude sentir su aliento. Y no podía dejar de pensar que junto al lecho de mi padre moribundo se juntaba toda una suerte de seres extraños. El diablo tentándole para hacerle desesperar y el ángel inspirándole contra la desesperación. El primero diciéndole que había cometido tantos pecados que no podía salvarse, y el segundo, que no importaba cuántos pecados hubiese cometido, si finalmente se arrepentía. Animales, médicos, enfermeras, sacerdotes y otras especies se juntaban en la cabecera de la cama en el momento de la agonía de un hombre cuyo último y persistente deseo había sido pedir un beso a quienes lo velábamos. Tal vez se deba al hecho de tener yo tan presente el Arte de buen morir, un manual de primer orden para el traspaso. Hoy ya no tenemos una normativa que nos ayude a morir. Y sin un manual, no hay quien se muera como es debido. Vamos, que no se puede.