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Siempre he sido bastante mierdosa para comer y he oído desde cría que como con los ojos. Lo admito, hay miles de cosas que jamás me metería en la boca por su aspecto. El olfato también tiene mucho que ver; comer lo que huele fatal es todo un acto de valentía al que no me sumo. Prefiero ser limitada y vivir tranquila que atreverme a deglutir cosas que me dan asco o animalitos recién matados que te miran con su último brillo vital. Así que el mundillo gastronómico no es para mí, me conformo con cuatro platos clásicos, que me inspiran confianza. La curiosidad, tan necesaria en periodistas y escritores, no se me despierta cuando se trata de explorar sabores nuevos. Lo siento. Por eso me escama saber que los fabricantes de productos alimentarios ya pueden utilizar harina de grillo y no sé cuántos gusanos en sus recetas. Espero que semejante marranada quede bien clara en la información nutricional, porque, aunque la galleta en cuestión esté rica y tan crujiente como siempre, seguro que me sentará mal si soy consciente de que ese crujir quizá se deba a las patitas negras y peludas del insecto utilizado en su elaboración y esa untuosidad provenga de la repulsiva consistencia de los gusanos. Me pregunto si la dependencia mundial de los cereales ucranianos tendrá algo que ver con esta decisión de meternos legalmente gato por liebre en cientos –quién sabe si miles– de productos que comemos tranquilamente. El mundo está cambiando deprisa, quizá por exigencias de la superpoblación, tal vez para garantizar que los ricos sean cada día más ricos o por lo que sea, pero no me gusta. Si hasta dejé de comer chuches cuando vi aquel vídeo repugnante en el que se veía con qué porquerías las fabrican.