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No es que yo no pudiera prorrumpir en exabruptos como cualquier político, comentarista, escritor o tuitero, y soltar por ejemplo «A la mierda el progreso tecnológico» sin venir a cuento. Puedo, pero no me apetece. Para qué. Como estudioso de insultos y palabras malsonante, tampoco tengo ningún reparo moral o estético contra el exabrupto, que no sólo es la forma habitual de comunicación en el presente, tanto en debates parlamentarios como en la prensa sensacionalista y las redes, sino hasta un género literario en sí mismo, con representantes muy prestigiosos. El fallo es que tras expeler de improviso un exabrupto, y a diferencia de esos sapos mágicos que de pronto se congestionan, abren la bocaza y escupen un anillo, entero, bruñido, prefecto, listo para que alguien se case con alguien, y se quedan tan contentos, a mí ese escupitajo (exabrupto) no me alivia lo más mínimo, ni me relaja la tensión. Al contrario, me recalienta, me sube a la garganta de inmediato otro exabrupto. La historia de nunca acabar. Y para qué, decía. Porque el error del uso del exabrupto es precisamente que luego qué. Los políticos lo tienen fácil: luego otro exabrupto, y así sucesivamente. Pero eso lo hacen porque lo suyo no son verdaderos exabruptos, arrebatos bruscos y repentinos con salidas de tono y groserías inesperadas, sino que ya los traen memorizados y ensayados. Es decir, simulan exabruptos, la audiencia los espera, y eso no es un exabrupto ni es nada. Es una ordinariez. Como cuando un escritor o articulista polémicos corrigen durante horas una página plagada de supuestos exabruptos, hasta dejarla tan pulida y brillante como el anillo del sapo mencionado. No es arrebato, es trabajo. Yo también podría hacerlo, y sin guionistas ni asesores, aprovechando que estoy hasta los cojones de tecnologías de la comunicación. ¿Pero luego qué? ¿Llegar a las manos? En ese caso, mejor empezar por ahí y seguir por orden, como en la sintaxis. Así, una vez aplastado por la superioridad numérica del adversario, esos cobardes que atacan en masa, ya se puede lanzar un exabrupto final, muy sentido. En serio, el arte del exabrupto es uno de los más tontos que existen. De ahí su éxito extraordinario.