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Hace unos días, el mundo despedía al papa Benedicto XVI. Lo hacía ante la mirada expectante de millones de personas que nunca supieron –quizás nunca sabrán– las causas últimas que llevaron a uno de los mejores teólogos del siglo XX a renunciar a la Cátedra de Pedro. Muchos medios de comunicación aprovecharon para especular sobre las razones que habían provocado su renuncia. Razones que en estos momentos no ocupan lugar.

Un hecho cambió los planes. Cuando se cumplía un año de su llegada al pontificado, en septiembre de 2006, Benedicto XVI, en su antigua Universidad de Ratisbona, pronunció un discurso sobre la razón y la fe. Fue un discurso definitorio y definitivo. Brillante y claro, preciso y precioso. Se puede descargar en internet. No tiene desperdicio. Aquel discurso contenía la esencia de su programa de gobierno. Recogía tres décadas de empeño teológico en favor del diálogo académico, del encuentro entre las religiones, del ecumenismo entre las iglesias cristianas. Era la continuación del documento vaticano Nostra Aetate, en el que el propio teólogo alemán había colaborado en época conciliar. Libertad religiosa, respeto a otras religiones, encuentro, concordia. Sin embargo, sus palabras fueron mal interpretadas. Un sector del Islam las consideró el inicio de una guerra santa. Las iglesias cristianas aplaudieron sus palabras, pero el discurso se quedó en papel mojado.

Aquellas reacciones hicieron que el teólogo convertido en Papa se diera cuenta de que, si lo que mejor sabía hacer, no lo podía hacer, su misión había terminado. Lo que podía haber sido un hito para la humanidad, se había esfumado. Incomprendido se sintió fracasado y buscó la mejor fórmula para pasar el testigo. Benedicto XVI pudo haber cambiado la historia de las religiones y, por tanto, de la humanidad, pero no se lo permitieron.