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En todo este berenjenal de Internet, entre toda la furia y las voces cargadas de insulto y acidez retorcida, esta semana ha habido varios objetivos. Pero hay un agravio que llama la atención, ese ‘la cajera’ repetido hasta la saciedad. Que la ministra Irene Montero haya trabajado para pagarse los estudios debe ser una infamia para ciertas personas, pese a que su currículum esté cargado de sobresalientes. Igual es que es necesario pertenecer a familias de rancio abolengo, a estirpes de empresarios que han dado todo a sus pequeños cachorrines que jamás han tenido que recurrir a un trabajo de verano, no ya para pagarse el ocio, sino para algo tan digno como estudiar y ayudar en casa. Qué país tenemos en el que diputados y ciertos medios se ríen de la clase trabajadora, que hace uso del ascensor social que es (era) la educación.

Qué sociedad tenemos en la que trabajar es un insulto, un motivo de burla digna de un patio de colegio privado, el hábitat natural del privilegiado que considera su destino ocupar puestos de poder. La educación pública es la esperanza de las clases trabajadoras para acceder al conocimiento, que no iguala, pero por lo menos acorta las distancias sociales. Como los dos astronautas de León, nietos de minero y labriego. Qué maravilla debe ser no tener que trabajar en verano para pagar las tasas, qué delicia tener la despreocupación del cheque en blanco para el heredero.

Y sin embargo, en Mallorca hay una legión de jóvenes que tienen un trabajo temporal para seguir estudiando, a trancas y barrancas. Ese ‘la cajera’ apela a muchos de nosotros y escuece a las canguros, los chavales del McDonalds, a las chicas que limpian portales o envuelven regalos por Navidad.