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A lo que antes se llamaba ‘la hora del clima’ a partir de ahora habrá que llamarle ‘la hora del tonto de turno’, dada la proliferación de pequeños atentados contra obras del arte custodiadas en algunos de los museos más importantes del mundo. Los activistas se limitan a embadurnar los marcos y cristales de las obras con cualquier marranada a su alcance, seguros de que así lograrán sus cinco minutos de gloria. Detrás de la patochada hay, supuestamente, un alegato ecologista. Yo no soy una gran defensora del ser humano, en términos generales me parece casi una abominación de la naturaleza, pero reconozco que algunos humanos, excepcionales, han logrado grandísimas proezas en ámbitos como la ciencia, el arte, la arquitectura, la música, la literatura... y eso merece respeto y admiración.

Precisamente esos excepcionales productos del alma y del cerebro humanos son lo que debe ser preservado, son patrimonio de todos, aunque solo unos pocos hayan sido capaces de concebirlos, gestarlos y donarlos a la humanidad. De ahí que atentar, aunque solo sea simbólicamente, contra eso es lo más despreciable que se puede hacer, sea cual sea el mensaje detrás de la acción. Si eres ecologista, atenta, claro que sí, pero contra los responsables de la deforestación, de la contaminación de los ríos, contra los que esquilman el mar, los que fomentan el consumismo feroz... hay mil objetivos a los que apuntar.

Tu meta no es salir en la tele y dar que hablar. Si eres un verdadero activista arriesgarás tu seguridad para hacer daño al que destroza el planeta. Solo que esos, oh, son muy poderosos y te aplastarían como a una cucaracha. Manchar un cuadro es fácil –por lo visto–, pero no consigue ningún resultado y, más importante aún, apenas está castigado.