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Las historias se cuentan en los bares y en los supermercados, en restaurantes y oficinas. Alguien dice que en su barrio unos americanos han comprado un bajo por un millón y medio de euros. Zona colegios, bien comunicada, cerca de supermercados y parques. Otro cuenta que un inglés tocó la puerta de una casa en primera línea del Portitxol. «La casa no está a la venta», dijo el paisano. Al final, el hombre reconoce que «la vendí por un millón más de lo que iba a pedir».

Un hombre apesadumbrado, que vive en Son Espanyolet, reconoce que está al borde del desahucio por el impago de deudas de un negocio fallido. Vive en una casa fabulosa, de principios del siglo XX, a la que se aferra al igual que hizo toda su familia. «Los suecos me llaman cada semana para que se la venda pero yo quiero mantener la casa de mi abuela», cuenta azorado. Aun no sabe qué va a hacer, abrumado por los números rojos y las ofertas millonarias.

Lloramos por el paraíso perdido, apretamos la mandíbula ante la compra de viviendas por parte de extranjeros con un presupuesto millonario. Sin embargo, detrás de alguien que compra siempre hay otro que vende. Del mismo modo que si los alquileres en la Isla son inasumibles para la mayor parte de la población, hay otros que se benefician. Algo no va bien cuando en esta Isla de territorio finito, jóvenes de 18 años prefieren no estudiar y se plantean ahorrar para invertir en pisos que luego pondrán en alquiler. A precio de mercado, como no. Al final, todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en este gran Monopoly que estamos viviendo-jugando y me pregunto qué parte del pastel dejaremos a nuestros hijos.