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En una semana Carlos III ha demostrado ser una explosiva mezcla de Míster Bean y Benny Hill para regocijo de sus fans entre los cuales me sumo yo. Carlos III ha sacado a relucir una impaciencia gestual que ya quisieran para sí multitud de actores dispuestos a sacar brillo a su comicidad en la gran pantalla.

Está claro que dentro de su séquito existe un incompetente demasiado listo que trata de sacarlo de sus casillas llenándole la mesa de objetos intranscendentes u ofreciéndole una pluma que saca más tinta de la cuenta. ¡Odio esta maldita cosa! Y yo también admirado Carlos III, la odio y la amo a la vez, porque por fin, gracias a una simple pluma, tras décadas en las que me has parecido un tipo anodino e insípido que planeaba sobre sus orejas de Dumbo, he logrado observar en ti las virtudes que alumbran a un individuo real en cualquier sentido, que puede dar mucho juego a las decadentes monarquías europeas ofreciendo más decadencia pero aderezada con sugestivas dosis de torpeza disparatada.

A ti, Carlos III, brandy majestuoso y eterno, no te tiembla la mano a la hora de poner de patitas en la calle a unos cien trabajadores que te planchaban los cordones de los zapatos, te ponían tres centímetros de pasta de dientes en el cepillo, te colocaban el tapón de la bañera en determinada posición y te controlaban la temperatura del agua para que no se achicharra tu piel sonrosada y de alta alcurnia. Se rumorea que incluso llevas en tus viajes tu propio inodoro ya que todos sabemos lo difícil que es apoltronarse en otro que no es el de tu casa. Y aunque seas tachado de finolis no hemos de olvidar que tú, Carlos III, en una lejana época quisiste ser el mismo támpax de Camilla lo que dota de más surrealismo a tu leyenda.