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Los economistas siguen dándole vueltas a las posibles consecuencias de esta nueva crisis que nos anuncian. Los ciudadanos, que estamos ya machacados de sobrevivir a una detrás de otra, nos esperamos cualquier cosa y sabemos que nos adaptaremos.

Pero los hay extremos, que hablan un poco con la boca pequeña porque lo que tienen que decir es tan aterrador que nadie se atreve a proclamarlo a los cuatro vientos. Nos dicen que el gran problema no es el gas ruso, ni el parón de la fabricación china, ni siquiera la escasez de alimentos. Lo verdaderamente gordo que se nos viene encima es que el petróleo se acaba, el tope de producción tuvo lugar en 2018 y ahora va para abajo a toda velocidad.

Precisamente cuando el mundo está más poblado que nunca y hay enormes países que están ya subidos al tren del progreso y demandan los mismos estándares de confort que disfrutamos en el primer mundo desde hace décadas. Es decir, desde que el petróleo se convirtió en la base de toda nuestra sociedad. A veces se nos olvida, pero gran parte de lo que consumimos procede del petróleo y sus infinitos derivados. Por eso ahora hay quien vaticina que, en cuanto pinten bastos, los ciudadanos establecerán sus prioridades a la hora de consumir y serán alimentos y medicinas. Tan caros que no dejarán apenas margen para lo demás. Se deduce que la ropa y otros tantos bienes de consumo cotidianos –calzado, maquillaje, peluquería, gimnasio– pasarán a un segundo o tercer plano ¿Consecuencias? Muchísimos comercios, empresas, transportistas y empleados afectados. La economía de subsistencia es lo que tiene, que se limita a lo básico y prescinde de todo lo superfluo, con el consiguiente efecto devastador para millones de ciudadanos.