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Odio los mosquitos. Esos seres inmisericordes son capaces de arruinarte el verano. Imaginemos una tarde de domingo. Te apetece pasar la sobremesa en la tumbona, a la sombra, con algo de lectura ligera. Pero los mosquitos no te dejan. O te embadurnas de loción repelente o no queda más remedio que ponerte camisa de manga larga y pantalones, ¡sin olvidar los calcetines! Y es que si dejas los tobillos o los empeines al aire, esos psicópatas alados se los merendarán sin compasión.

Lo peor de todo es que uno no llega a acostumbrarse. Dice mi mujer –a la que nunca pican los mosquitos– que buena parte de la culpa la tiene la hiedra de los vecinos. Estoy por rociarla de gasolina y lanzar una cerilla (a la hiedra, se entiende). Seguro que la multa que me cae es menor que la que me caería de embaldosar sin permiso un par de metros cuadros del jardín.

Y lo peor es que la maldición de los mosquitos es hereditaria. He pasado a mi hija pequeña el tremendo fardo de la maldición, tal como hizo mi madre conmigo. No habrá día de verano en que un mosquito no saboree su sangre. Pero resistiremos, sí, y solo perderemos la cabeza en momentos puntuales.