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Si no fuera por mi proverbial mala leche, me echaría unas risas. Leo que Air Nostrum prepara el desembarco de unos cuantos dirigibles para cubrir algunas rutas aéreas dentro de unos años. La noticia parece sacada de un cómic de Tintin, porque la palabra dirigible nos retrotrae automáticamente a los años treinta y al desastre del Hindenburg. Pero, lejos de eso, parece que muchos lo contemplan como una alternativa seria a la aviación comercial. Pero... vamos por partes. Se ve que tiene algunas ventajas, como el ahorro drástico de combustible –y por tanto de emisiones nocivas a la atmósfera– y su facilidad para despegar y aterrizar casi en cualquier sitio. Con una autonomía de hasta 3.700 kilómetros, sería perfecto para cubrir todas las rutas nacionales. Y ahora viene el problema. El gran problema. No corre. Es como una vieja tartana a pedales. Ciento treinta kilómetros por hora es su velocidad punta. ¡Ciento treinta! Como un cochecito por la autopista. Incluso un tren patatero casi duplica esa marca. Pensemos en un avión actual, que en una hora nos coloca de un extremo de la Península al otro. Y esa piel de toro tiene unos mil kilómetros de lado a lado y de arriba abajo. Un poquito menos si lo que queremos es unir, por ejemplo, Sevilla y Barcelona o Palma con Bilbao. En esos casos estaríamos hablando de unas seis horas a bordo. La plasmación física del concepto slow life. Tan slow como un caracol achacoso. ¿Quién de nosotros estaría dispuesto a pasar seis horas encerrado en un globo para llegar a un punto que está, vía aérea, a una hora de distancia? ¿Y qué precio puede tener un viaje tan largo? ¿Cómo afectaría eso al turismo? Cada vez que la matraca de la sostenibilidad llama a la puerta, empiezo a temblar.