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Quedará lo que siempre ha quedado, lo que siempre se ha mantenido a lo largo de la historia del cristianismo. Se compara la situación que la cristiandad occidental está pasando ahora a lo que pasó a la iglesia primitiva: la mentalidad semita, propia de los apóstoles, tuvo que inculturizarse en la mentalidad griega, al que otro apóstol distinto de ellos, Pablo, quería propagar su mensaje.

Ambas mentalidades intentaron conciliarse, y lograron la conciliación; sus reuniones recibieron el nombre de concilio. Fue conocido como Concilio de Jerusalén y los participantes dijeron: puesto que hemos decidido no imponer nada, arbitremos solo las mínimas condiciones de pertenencia a la comunidad de Jesús. ¿Cuáles fueron? Una: la solidaridad con los pobres (la necesidad del hermano es prioritaria). Otra: el rechazo de la idolatría (el Dios padre de Jesús no es substituible por otros). Otra más: la coherencia moral (evitar la fornicación, fue la expresión del momento). La cuarta: la comensalidad universal (abstenerse de aquella reducidísima gama de ingredientes que impide compartir la mesa común).

El cristianismo occidental deberá adelgazar mucho sus tesis y prescripciones, y no claudicar nada en lo nuclear; y lo nuclear, que siempre es poco, siempre es recio. La cristiandad occidental, vieja de siglos, se va retirando; no es improbable que los valores más genuinos del evangelio vayan emergiendo con fuerza mayor.