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La guerra de Putin está siendo el gran catalizador para reajustar la geoestrategia política global. Reactivando la polarización. Pero mientras todo apunta a la rivalidad entre Estados Unidos y China, la invasión de Putin a Ucrania ha vuelto a situar a Rusia como el gran enemigo incontrolado, en tanto que China, desde esa calculada equidistancia, se perfila como la potencia hegemónica de referencia en el nuevo pensamiento, no único sino unificado. Cuando la presidencia de Reagan en Estados Unidos, estábamos en un máximo de la tensión de bloques. La llamada guerra de las galaxias de Reagan fue un intento, exitoso, por desanimar el creciente belicismo soviético. Pero la particularidad de aquellos años ochenta fue el colapso de la economía que, superada la crisis del petróleo de 1973, andaba refrenada con regulaciones excesivas y una presión impositiva que limitaba la capacidad de los consumidores.

Los pactos del New Deal, el keynesianismo que se mostró eficaz para la recuperación de la economía en la posguerra, actuaban de brida para que los ricos pudieran ser más ricos. El capitalismo, en su pura expresión norteamericana del ‘hacerse a sí mismo’, corría el riesgo de ser superado por la explosión socialdemócrata que triunfaba en Europa y que se extendía, amenazadoramente para la ortodoxia neoliberal. Para la nueva divisa socialdemócrata Marx había muerto y el mundo, tras el hundimiento soviético, abrazaba esa estúpida formulación llamada pensamiento único. Los subsidios sociales y sanitarios, para la atención de las jubilaciones de la generación del baby boom, amenazaban con colapsar la economía estadounidense con demasiadas regulaciones heredadas del New Deal. Reagan, fue a saco, liberalizando el sistema a costa de cargarse los pocos pilares sociales, reduciendo drásticamente el gasto público para volver a las esencias doctrinarias del liberalismo económico. Las recetas neoliberales de Milton Friedman estaban dando resultados tras el golpe de Estado en Chile.

Margaret Thatcher, en el Reino Unido, desmanteló el poder de los sindicatos dando, también, un duro golpe el consenso social tras la guerra mundial. El tándem ideológico Reagan-Thatcher encabezó la revolución doctrinaria neoconservadora, focalizada hacia el dominio mundial, buscando agudizar la tensión entre los dos bloques. Un Occidente desbocado en crecimiento económico y desacomplejado, con afán de exportar su receta, y el mundo soviético en declive. La globalización y la extensión del mercado a escala mundial, incorporando plenamente a China en esa estrategia de globalización, forzaron al gran enemigo ideológico, la URSS, a un estrés desarrollista, sin precedentes en complejidad, si no quería sucumbir al empuje arrollador de las corporaciones multinacionales. Esa imposibilidad de soportar el reto llevó al fin del comunismo y al desmantelamiento ideológico de la izquierda en general.

La globalización no se entiende sin el asalto del reaganismo a los consensos sociales y a su ética acomodada a los negocios. Desde la última década, la experiencia de la globalización salvaje se ha trasladado al mundo de las ideas donde no importa el qué sino la emoción en el instante capaz de movilizar. Al voto o a la subversión. Lo vulgar, el ‘sin criterio’ orienta nuestras metas. «El hombre vulgar es aquel que proclama el derecho a la vulgaridad», decía Ortega. La depredación de las ideas y el impacto de las fake news es la divisa que nos propuso Trump, haciendo de la política una división más de sus líneas de negocio. Reagan necesitó de dos mandatos, y la prórroga de Bush padre, para remodelar el pensamiento económico y social creando la sociedad del consumo desenfrenado y a costar de los recursos naturales. Pero el triunfo social de Trump se ha fraguado en solo un mandato.
Mientras el trumpismo resiste y se reconfigura, a la espera de qué sucederá en las próximas legislativas de noviembre, el ‘putinismo’ ha tomado la alternativa alimentando creencias y mitologías ideológicas en una guerra frontal contra los principios de las democracias liberales y del estado de derecho que conocemos.