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Próximo a cumplirse el primer año de mantado de Joe Biden puede ser el momento para señalar las recomendaciones que le trasladaron sus asesores a fin de detener los abusos contra los migrantes que se producían en la frontera méjico-norteamericana. Una mera constatación de los hechos delata que uno de cada tres migrantes sufre violencia a su paso por Méjico, cuando llega procedente de otros países y tiene como destino USA. Existe una innegable conexión entre riesgos, tráfico de personas, y políticas migratorias.

Méjico es, en este sentido, un ‘país expulsor’, y como tal se comporta, favoreciendo violaciones de los derechos. Por otra parte, se impone el prejuicio que destaca el sometimiento de la estructura económica de Méjico a su poderoso vecino del Norte y de no cambiar dicha lógica estructural, poco puede hacerse. Si se parte de la base de que los latinos son ‘genéticamente criminales’ (postura defendida por el experto en política de Harvard, Samuel Huntington) los medios de disolución del prejuicio desaparecen.

Biden prometió, y en cierto modo está cumpliendo, ayuda económica destinada a frenar la inmigración, no obstante, si dicha ayuda no va directamente destinada a mejorar la calidad de vida de los migrantes resulta a la larga, inútil. Los centros de detención siguen siendo cárceles, cuando la ley de migración del 2008 establece que una persona sin sus papeles en regla, no es un delincuente. En suma, un repaso a todo lo que se ha llevado a cabo al respecto, y todo aquello que era recomendable hacer refleja que en buena medida la presidencia de Joe Biden actúa con bastante lentitud, cuando lo hace.