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Me gusta nombrarle en arameo al Rey del universo que murió y resucitó por cada uno de nosotros, sus seguidores, los que continuamos su vida y su obra a través de los siglos. Estos siglos se concentran en lo cotidiano de nuestro existir, plagado de dolores y gozos en el vaivén sagrado que nos da nuestra condición de creyentes que aspiran a ser, a través de las pruebas, los amigos de Dios.

Esta es la grandeza y la trascendencia de nuestra fe, luz que ilumina el sacrosanto misterio del amor universal. Este no conoce fronteras y es capaz de romper barreras de mezquindad, odio, envidia, venganza, soberbia, egoísmo… El amor, para llegar a ser al estilo de Jesús (Yoshúa), es un don. En la obra musical Gospel había una escena entrañable a base de canciones y payasos.

Se les aparece Yoshúa, vestido también de payaso que les pregunta: «¿qué regalo quisierais que os hiciese?» Se adelanta un pequeño payaso y le dice: «Señor, el regalo que deseo es ‘que te ame’. Porque si te amo de veras a Ti, amaré a todos mis hermanos, sobre todo a los más pobres y a los que más sufren…» S. Agustín dijo: «Ama y haz lo que quieras», porque si amas harás lo que debas…