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El día que, como si de una declaración institucional se tratase, te escuchas a ti mismo diciendo «nunca había pasado tanto frío como este año»; ese día, es que has andado ya la mayor parte del camino de ida y que, en algún tramo, te has cruzado con tu yo de vuelta. Si ese momento coincide, además, con el de la entrada de diciembre, el de las luces colgantes y el de la gente comprando como si no hubiese mañana es que ya va siendo hora de ponerse con el escrito anual de rechazo a la fiestas de Navidad y al incómodo espíritu que las acompaña.

El artículo anual de estilo (llamémosle) cascarrábico en contra de las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes sale solo y, casi siempre, es idéntico al anterior. Salvo el año pasado –donde esta época tan plana tuvo algo de ceremonia inaugural y de estreno pues llegabas a estos días sin experiencia previa por ser la primera Navidad de la Era Pandémica–; salvo el año pasado, digo, siempre es igual –igual de cansino– todo lo que cabe esperar de aquí al inicio del año y al momento de los valses y polkas de Strauss.

Ya es raro que, habiendo llegado a la tercera columna del artículo (y agotándola casi) no haya comparecido hasta ahora (ahí entra) el señor Scrooge, de Dickens; que no haya habido ocasión todavía de despotricar sobre alguno de esos papanoeles escaladores o abominar de las comidas grupales, sobre todo si son de empresas. Todo artículo anual en contra de este ‘operativo fiestas’ debe incluir alguna alusión al momento (este año, al pasaporte COVID, por ejemplo); cierto intento de aceptar alguna excepción a la crítica desaforada (del tipo «cuando eres pequeño lo ves de otra manera»); el propósito de enfrentarte en una línea al capitalismo que acaba con todo y, naturalmente, tienes que llegar al final tarareando de forma inconsciente un villancico, el de los peces que beben en el río por ejemplo. Que vaya chorrada.