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Se está desatando la tormenta perfecta entre el Ajuntament de Palma y los comerciantes y vecinos de las calles que pretende peatonalizar. Estoy segura de que algún destacado miembro de la corporación municipal ha viajado a idílicas ciudades europeas –quizá nórdicas– donde los modélicos ciudadanos se desplazan en bicicleta y a pie, comen sándwiches de rúcula y jamás permiten que sus perritos caguen en la acera, porque son tan educados y cívicos como ellos.

Al concejal de turno todo eso le ha fascinado, claro, como a cualquiera de nosotros, y ha tenido la brillante idea de replicarlo en su propia ciudad, que para eso tienen ahora el mando. Y eso es genial, desde luego… o lo sería si nosotros fuéramos suecos, daneses, pelirrojos y altos, de luminosos ojos azules y fuertes. Pero no lo somos. Apuesto a que los barrenderos pueden dar fe de cómo somos nosotros con una radiografía certera. Y deprimente.

Aquí las calles apestan y aunque se ha mejorado muchísimo, infinitamente, en lo de la caca de perro, todavía nos queda el pis, la basura, las pintadas, el incivismo que destroza el mobiliario urbano. Y otro factor peculiar de Palma y de los palmesanos: no saben ir a pie ni a la vuelta de la esquina. ¿Por qué hay un coche por persona en esta Isla? Eso lo dejaremos a los sociólogos, pero es así. Y sin duda salir de compras sin coche es algo así como decirle a un palmesano que tiene que subir a Lluc a peu. Muy bien, que los valientes lo hagan una vez al año, pero ya está. Los demás lo que quieren es aparcar en la puerta de la tienda y cargar el maletero con las bolsas. Peatonalizar calles es facilísimo. Cambiar mentalidades, usos, costumbres y educación resulta muchísimo más complicado.