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El sábado pasado, La Sexta emitió un programa sobre la crisis de los talibanes, al que invitó a varios periodistas, entre ellos Mónica Bernabé, hoy en Ara, antes ‘free lance’ trabajando para varios medios españoles desde Afganistán. El programa discurría normalmente, con una sucesión de opiniones más o menos previsibles, cuando Hilario Pino, el presentador, dio paso a Gervasio Sánchez, por vídeo conferencia. Sánchez es una autoridad en esto de la cobertura periodística de guerras y conflictos. El fotógrafo aragonés hizo su intervención con normalidad hasta que en las despedidas le pidió al presentador si podía hacer un alegato en favor de una de las periodistas presentes en el estudio. Entonces añadió que «el comportamiento del Ministerio de Defensa entre 2007 y 2014 con Mónica Bernabé fue una vergüenza, un escándalo. […] Los directores de comunicación del Ministerio de Defensa maltrataron a la mejor periodista que ha cubierto la guerra de Afganistán», obligándola a viajar por carretera en trayectos peligrosos, «negándole el acceso a las bases españolas, como castigo por ofrecer informaciones críticas con el Gobierno». Como indicador de la indignación que sentía, Sánchez contó que le aseguró a una jefa de comunicación de Moncloa, en los años de Zapatero, que si le pasaba algo a Mónica les pondría una denuncia.

Para entender el contexto de esta acusación de Sánchez hay que recordar que los periodistas de guerra son admirados y respetados por la profesión y el público en general porque arriesgan sus vidas para poner luz donde otros quieren oscuridad. Esto es especialmente admirable en el caso de los periodistas autónomos, como Gervasio Sánchez o Mónica Bernabé, que consiguen el material en condiciones muy arriesgadas y después lo venden al mejor postor, en una lucha constante por la supervivencia. Si este trabajo de por sí exige una valentía encomiable, siendo mujer y en un país dominado por los talibanes, la admiración se torna justamente ilimitada.

Ya se imaginan los juegos malabares de Hilario Pino para no ser incómodo con el poder. Inmediatamente le cedió la palabra a la periodista, que estaba en el estudio, callada, y esta dijo que era verdad: «podía entrar en las bases de todos los países menos en las de España. […] Aquí se pretendía que habláramos de que era una misión humanitaria pero cuando uno va a un país en guerra, hay guerra, y los soldados españoles, si les atacaban, no tenían más remedio que defenderse». Entre líneas, parece que el Gobierno español no quería que se hiciera énfasis que los militares iban armados con fusiles que tiran balas y no flores. Sánchez reconoció que ese trato denigrante hacia Bernabé cambió radicalmente cuando Rajoy accedió al poder, lo que no atenúa la gravedad de que durante el Gobierno de Zapatero «nos hicieron la vida imposible».

¡Vaya por Dios! Han tenido que pasar más de diez años para que, de forma inesperada, se sepa que el Gobierno maltrata a los periodistas –incluso a una mujer– como castigo por contar que en Afganistán no ocurría exactamente lo que el Gobierno quería que ocurriese. Si la realidad no se ajusta a tu discurso, hay que acallar a la prensa, hay que censurar, hay que presionar, hay que forzar el relato. Se es demócrata y plural mientras el relato es conveniente, de lo contrario se es dictador. Incluso con periodistas que se juegan la vida por contar las atrocidades que se cometen lejos de nuestras fronteras.

El caso Bernabé tiene varios agravantes: Defensa la discriminaba respecto de los periodistas dóciles precisamente en un país poco propicio para las mujeres o para el periodismo. Mientras, el Gobierno aquí hacía de feminista, plural y transparente.
Cuando una enfermedad es cultural y no individual, se extiende descontrolada. La derecha es igual que la izquierda en esto. Rajoy, por supuesto, estaba hecho de la misma madera, sólo que en lugar de aplicarse a lo que se decía de Afganistán lo hacía con el caso Bárcenas. Únicamente hay una diferencia entre la izquierda y la derecha en esta conducta cínica: la primera, encima, va por la vida presumiendo de bondad, transparencia y pluralidad, lo que la convierte en especialmente insultante.

El problema profundo de España, más allá de la superficie políticamente correcta, es que tenemos una cultura política que ni es democrática ni es transparente; se basa en el oscurantismo y la ausencia de contrapoderes. Ocurre con un alcalde cuando da una licencia de obras, cuando se cambian los nombres de las calles, cuando se prohíbe la movilidad por el coronavirus o cuando se trata con la prensa: soy el poder, y a callar todos.