Catalina Cantallops, ante el espejo de la peluquería en la que hoy ha decidido teñirse de platino y pintarse las uñas de rojo. | Teresa Ayuga

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La mallorquina Catalina Cantallops soplaba 107 velas el pasado junio, ratificando su privilegiado lugar en el ‘Guinness’ oficioso de los récords de personas más longevas. Asegura ser la más veterana, al menos, de la Isla. Ha sobrevivido a dos epidemias, la española y la actual de la COVID 19, y a dos guerras mundiales, y sigue fuerte como un roble. «No tomo ningún tipo de medicación», advierte risueña mientras su peluquera, Verònica Pons, le mesa los cabellos. Fue ella quien se puso en contacto con nosotros para advertirnos que tiene una clienta con un perfil, digamos, peculiar. Y allá que nos fuimos.

Nada más entrar en la perruqueria-barbería Sant Jordi, ubicada en el pueblo del mismo nombre, nos encontramos a Catalina recostada en el sillón de trabajo, frente al espejo al cual se asoma coqueta. «Viene a menudo para que le arreglemos el pelo, habitualmente le gusta ir de rubia pero hoy la he puesto de platino», desliza Verònica. Algo se remueve en mi interior cuando me encuentro cara a cara con nuestra protagonista. Su mirada limpia, el cabello platino y sus rasgos me recuerdan a los de mi abuela. Se lo digo, pero no me entiende. Insisto: «Senyora Cantallops, vostè em recorda molt a la meva àvia». «Ah, a la teva padrina vols dir, en mallorquí es diu padrina», me corrige. Le pregunto cuál es el secreto de su longevidad y me dice que dormir y comer bien. No se priva de nada y me aseguran que tiene buen saque.

Buena conversadora

La encanta ver la televisión, sus nietos le regalaron una pantalla grande y disfruta como una chiquilla asomándose a la vida, los sueños y las aventuras de otros. Aunque advierte que no le gustan las «películas de amores». Asegura Verònica que es una buena clienta, «conversa sobre los temas que habitualmente se tratan en una peluquería, y es muy bromista», añade. Lejos de renunciar a la vida social, le gusta ir a la peluquería a cuidar su imagen y se mantiene en forma dando pequeños paseos. Aunque reconoce que luego le cuesta dormir: «Tengo que tomar pastillas porque me cuesta mucho conciliar el sueño», pero a renglón seguido subraya con un brillo de orgullo que «son las únicas pastillas que tomo».

Catalina pasó su vida profesional sin salir de la Isla, no fue hasta la jubilación que pudo ver mundo, y tampoco se fue muy lejos: «He ido a Maó, Barcelona y Madrid». No necesita más, es feliz en Sant Jordi. Le pregunto qué haría si pudiera volver a nacer y me responde pizpireta «es mateix». ¿No cambiaría nada?, «res», zanja. Me intereso por la dieta que sigue, quizá sea buena idea ir ‘tomando nota’… Come de todo, arroz, carne, pescado y sopa. Esta Catalina es un prodigio. Ya hace rato que nos tuteamos. A alguien con su vitalidad y lucidez no se le puede avejentar con modismos. Antes de despedirme de esta mujer de rostro delicado y memoria abismal, nos fundimos en un abrazo y me vuelve a sobrevolar el recuerdo de mi abuela. Imposible no emocionarse.

A sus resueltos 107 años, Catalina es una de las contadas personas que bordean la condición de ‘supercentenarios’ (más de 110 años). Extrovertida, carismática y apasionada, nuestra protagonista ha sabido dar sentido a su vida y adaptarse a cualquier situación. Desde estas líneas le deseamos que llegue, al menos, hasta los 122 años para igualar el récord de longevidad de la francesa Jeanne Calment.