Los novios, convertidos ya en marido y mujer, abandonan sonriendo la capilla de Windsor.

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VIVIANA GARCÍA-LONDRES Con menos pompa y con una ceremonia más adecuada a los tiempos modernos se celebró ayer en el castillo de Windsor el enlace del príncipe Eduardo y Sophie Rhys-Jones, la última boda real británica del siglo y del milenio.

Haciendo gala de la puntualidad inglesa, Sophie llegó a la capilla de San Jorge, en el medieval castillo de Windsor, a las cinco de la tarde de la mano de su padre, Christopher Rhys-Jones, y ante la mirada atenta de los 550 invitados. El vestido de Sophie, de la diseñadora Samantha Shaw, fue moderno, sencillo, de seda color marfil, con un abrigo de seda sobrepuesto, adornado con perlas muy pequeñas, de mangas largas y con escote en pico. Como complementos, la novia lucía una tiara de diamantes de la colección de joyas de la reina Isabel II, un collar de perlas blancas y negras con una cruz y pendientes, también de perlas. El ramo de flores estaba formado por rosas marfil y lila.

El príncipe Eduardo, vestido con chaqué y corbata azul celeste y beige, tuvo a sus hermanos varones, los príncipes Carlos y Andrés, de compañeros de ceremonia, como marca la tradición inglesa.

Por expresa petición de los novios, una banda de los Royal Marines tocó la Marcha Heroica de sir Herbert Brewer, que acompañó el recorrido que hizo Sophie sobre una alfombra de color azul marino intenso hasta el altar de la capilla, adornada con flores blancas y azules.