Nicole toma el sol en una imagen que parece de otra época. | Jaume Morey

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Ya no patrullan furgonetas ni motos con policías que, recién iniciado todo esto, pedían explicaciones y documentación a cualquiera que pasease por ahí; también a periodistas que describían los primeros días del confinamiento. Es la Platja de Palma, esa zona definida por la playa, 9 kilómetros en de longitud, entre Can Pastilla y el límite de s’Arenal de Palma.

Han pasado casi dos meses del 24 de marzo –día en que se cumplían diez de estado de alarma que llega este viernes al que hace 69– y han ido apareciendo personajes, momentos y situaciones nuevas en lo que entonces era la inmensidad del vacío de la playa y de la zona que le da nombre: la Platja de Palma, con una capacidad hotelera para más de 30.000 plazas y volcada al sector servicios y, especialmente al turismo.

Han pasado dos meses y está cambiando el guión de la película. Se difumina la secuencia final de la distópica El planeta de los simios pero emerge todo el cine español con el boom turístico de fondo. No estamos todavía en ¡Que vienen las suecas! y López Vázquez, pero si aparece Paco Martínez Soria asegurando que «el turismo es un gran invento» no desentonará.

Rosa y Ana han salido a pasear. Han metido los pies en el mar y se han sentado un rato a conversar. «Me gusta la idea de este verano más tranquilo», afirma la primera, que precisa que «yo no tengo nada contra el turismo, sólo me quejo de los que se tiran por los balcones». Ana ha trabajado durante el confinamiento porque es conductora de la EMT. «Estamos disfrutando del momento», dice.

Es lo que hace Antoni Riera, que se ha levantado temprano y ha venido de Porreres. Está pescando e intenta que piquen mabres para el arroz. Es la primera vez que sale a pescar pero, de momento, no ha caído nada.

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Hoteles cerrados

Junto al mar, hablando por el móvil, está Nicole. Es francesa pero no turista. Afirma que vive en la zona desde «hace veinte años». No salió durante el confinamiento y espera que, poco a poco vuelva la normalidad, pero no parece tener ocasión para la queja. Sí lo tienen en un establecimiento de alquiler de bicicletas donde tres mujeres hablan en la puerta. Sin turistas, esto no es negocio, concluyen. Alquilar una bici son siete euros por día.
El inicio del estado de alarma cogió a Miguel haciendo el Camino de Santiago. Conversa con Charly y otro hombre que prefiere no dar su nombre a la altura del balneario 6 de s’Arenal, muy cerquita de donde empieza la que se conoce como ‘calle del jamón’.

«Esto es zona alemana total», informa Miguel, que muestra sus dudas de que los alemanes vengan como otros años. «Bueno, es que a nadie le gusta viajar para que te controlen», dice. Coincide con Charly en que «hasta que no se abra el aeropuerto de verdad, poco que hacer». Hablan un rato más y su conclusión como analistas de la zona (hace varios años que Miguel vive aquí) es que «lo duro será el invierno».

Los vigilantes de la playa han empezado a trabajar. Hay bandera roja, el distintivo de prohibido bañarse. No es por el estado de la mar –que está en calma y con todas las gamas de azul posible– sino porque hasta la fase 1 del lunes está prohibido bañarse aunque algunas personas sí lo han hecho.

Igual que ha abierto la tienda en la que se alquilan bicis, han abierto también los souvenirs de la primera línea y todo el comercio autorizado de la segunda. Donde no hay movimiento es en los hoteles. Están cerrados, igual que están cerrados los locales de ocio de la ‘calle del Jamón’. El mercadillo del inicio de Can Pastilla funciona a medio gas pues la parte de la plaza donde se ubican los puestos que no son de alimentación está en obras. Las terrazas están concurridas. Se habla castellano y catalán.

La imagen es insólita pero ya no asusta tanto como cuando empezó el estado de alarma. Ha cambiado el guión de la película.

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