Miguel Cordero. | Jaume Morey

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Su primera droga fue el alcohol, su segunda, los porros y la última de la lista, la heroína. Eran los años 80 y Miguel Ángel Cordero, que tiene 59 años y originario de Salamanca, era demasiado joven para entender lo que significaba la noche en la ciudad de los estudiantes. En su casa corría mucho aire militar y siendo muy joven experimentó los nuevos bares y discotecas y lo que era el tráfico de drogas. Con tan solo 17 años conoció lo más duro de la calle. «Yo tenía un mercado de droga para los estudiantes. No te puedes imaginar la cantidad de chavales que probaban en ese momento la anfetamina. Con esa pastilla conseguían retener lo que estudiaban con mucha facilidad», rememora.

La noche en la ciudad de Salamanca la recuerda como «excepcional». Empezó así a consumir diversos estupefacientes. «Me servía para ser independiente de casa y saciar mi vicio. Para robar no he servido nunca, pero sí para relaciones públicas». Miguel, que tiene dos hermanos, no era de estudiar. Siempre ha sido un niño nervioso y libre. El fracaso escolar le costó conflicto familiares.

La heroína la probó por primera vez con 18 años. Empezó porque un hombre le pidió que fuera a la farmacia a comprarle dos jeringuillas, «y cuando se las di me dijo que si había probado el 'caballo' antes. En aquel momento no había información para los jóvenes, así que me tiré a ello», cuenta. Los primeros años enganchado fueron 'suaves' para Miguel Ángel. Fue destinado en la base Base Aérea de Matacán, del Ejército del Aire, por obligación de sus padres. Llegó a convertirse en militar profesional pero a los 20 años le echaron porque se escapaba. «Estar en un sitio, limitado, era algo que iba contra mi ser. Iba a ascender a cabo primero, pero me degradaron». En esos tres años en el ejército se pinchaba.

La vida de Miguel Ángel en Salamanca comenzaba a no tener freno. Era el momento más álgido de adicción y trapicheo. «Mi día a día era estar en pisos de estudiantes y comer muy poco. Había ocasiones en que me alimentaba de yogures bebibles. Lo bueno que he tenido es que nunca me he pasado. He consumido solamente por mantenerme». Consciente del daño que se hacía, decidió huir a Londres para intentar desengancharse. Se fue con su novia de entonces, Ana, pero acabaron en una casa okupa ubicada en la zona de Picadilly Circus con españoles, donde la heroína circulaba con facilidad.

Nueva vida en Mallorca y la cárcel

El tercer intento por salir de la droga fue en Mallorca en 1988. Trabajó como camarero en el ya cerrado restaurante japonés Shogun. «Si un día no te pinchas, no te puedes levantar de la cama, provoca mucho bienestar en tu vida. Pero yo siempre he sido un yonqui atípico porque estando enganchado trabajaba y ahorraba dinero», apunta.

En esos primeros años de los noventa, la heroína era la reina. «Aquí se creó toda una generación», apunta. Toda la droga la pillaba en el barrio chino, y lo que tenía que ser un destino para cambiar de rumbo, empezó a meterse en problemas «con gente muy chunga». Sus pasos continuaron hasta recalar en una pizzería que abría por las noches. «Cuando acababa de trabajar a las seis de la mañana me iba a comprar heroína». Así eran los días de Miguel.

Las cosas empezaban a ponerse peor, y cuando decidió marcharse de la Isla un amigo le propuso trabajar en Magaluf. Hizo dinero rápido como relaciones públicas. La droga le dio lo mejor y lo peor, pero aquí estuvo un tiempo sin probar heroína. Pasó rápido a los ácidos, el chocolate y pastillas. «Me lo pasaba de puta madre hasta que la Policía me pilló en casa mucho éxtasis». Dice que alguien le delató y pasó por ello 18 meses en prisión. «Lo primero que hice al llegar a la cárcel fue entender que los problemas estaban en el patio». Aprovechó para aprender nuevos oficios. Pero salió en el 1991 y volvió a la heroína. «La cárcel me cambió la vida. Aprendí la lección y nunca más trafiqué».

Quería redirigir su vida de alguna forma. En Magaluf le cerraron todas las puertas, pero un hombre le dio una oportunidad. Era el dueño del Rock Garden y entre los dos dirigieron el local una temporada. Su siguiente etapa, pero breve, se centra en Tenerife. «Allí sí que malviví. Otra vez me enganché a la heroína», confiesa. Miguel estuvo con una mujer con quien tuvo, en 1994, su hija, con la que tiene una relación muy buena aunque los inicios no fueran los mejores para dos padres primerizos. Todo esto pasó en Mallorca, después de su escueto paso por las Islas Canarias. En este momento tenía un pub a medias con otro socio. «Recuerdo que el primer año hacíamos cajas de 200.000 pesetas». Las cosas no le iban mal, exceptuando el 'caballo'.

«Siempre he mantenido al margen a mi familia, les oculté mi adicción». Lo cuenta porque con 33 años su vida llegó a un límite y pasó unos meses en casa de sus padres, en Salamanca. «He estado a punto de suicidarme». Miguel estuvo ingresado. Se dio cuenta de que tenía que regresar a Palma y entonces apareció su ángel de la guarda. La mujer que le salvó de la droga. La mujer con la que estuvo diez años limpio. «Cuando conseguí salir definitivamente, me di cuenta de quién soy, de todo lo que he perdido con el potencial que tengo, casi 20 años de mi vida, pero no puedo juzgarme. Era ignorante, estaba herido y perdido», dice hoy Miguel, que en 2012 dio un nuevo giro a su vida. Montó una empresa de trabajos verticales, MAC10, y no ha dejado de facturar dinero. Las cosas le van bien y él siempre le ha sonreído a la vida. Para lo bueno y para lo malo.