Pepín Lubina. | Jaume Morey

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Aparece desde una calle poco transitada saludando a los vecinos del barrio Santa Catalina. Son las diez y media de la mañana. Camina con desparpajo, con cierta chulería, como si tuviese controlada toda su vida y lo que le rodea. Pepín Lubina es el alter ego de José Colomar, un solitario del mar, un lobo de la noche, un mujeriego orgulloso y amante de los animales. Dice que ha sido peligroso, pero que ahora es buena persona porque por una mirada ha llegado a pegar a un hombre. «Un día, el juez, que me conocía, me dijo que si volvía a pelearme me metería en prisión y le hice caso. Ya nunca más volví a meterme en movidas».

Tiene 67 años y a los 20 años empezó a tatuarse la cara y el cuerpo. «Todo lo que ves aquí me representa», dice mientras enseña una portada de Pink Floyd retocada con una imagen suya, o la «JC», que son sus iniciales, o los pescados de su vida o la palabra libertad. Porque hubo una vez que no fue libre y se lo recuerda. La heroína le arrebató todo. «He estado a punto de morir varias veces, he entrado en el túnel y lo vi muy luminoso. Pero hace 30 años que no me meto 'caballo'».

El mayor de siete hermanos, Pepín nació en La Soledad pero se crio con su tía en Santa Catalina. Desde pequeño, acompañaba a su abuelo Pep 'el Largo' a pescar lubinas en las rocas. De ahí su apodo 'Lubina'. Pesca desde hace 50 años. Con 13 empezó como matarife en s’Escorxador, profesión que continuaría toda su vida en Mallorca y en Murcia. Y con 14 años, se enganchó a la heroína. «Fue mi primera droga. He sido adicto 17 años, pero mi mujer me sacó de la mierda», la recuerda porque murió muy joven de cáncer.

Pepín pasó muchos años robando. Dice que era el oficio de los yonquis. «Quien no se chutaba en esa época eras un pringado. Un yonqui hacía más yonquis. A veces me entran remordimientos de aquella época porque enganché a gente que ha muerto». Explica que cuando se pinchaba sentía que se transportaba. «La heroína es la droga del placer, me encantaba. Me satisfacía, pero mi cuerpo me pedía más», lo dice mientras interpreta la sensación con las manos deslizándolas por su cuello hasta el tórax.

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Entró en la mili con 21 años y consiguió desengancharse tres meses. Luego se fue un año y medio a Madrid a trabajar de enfermero militar. Ahí volvió a tontear con la heroína mientras salía con una chica. A su regreso a la Isla, a casa de su tía en Santa Catalina, conoció a la que fue su mujer y madre de sus hijos. Marcharon a Murcia y allí recuperó el oficio de matarife. Ha matado caballos, toros, corderos, cerdos, bueyes y un largo etcétera. «Alguien tienen que hacer el trabajo sucio de la sociedad. Lo único que me gustaba era cobrar a final de mes».

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Cuando ella murió con tan solo 27 años, los niños tenían nueve y cuatro años. «La vida te da palos», suelta. Regresó a Mallorca y los menores se criaron con sus abuelos maternos. En Santa Catalina alquiló un piso mientras trabajaba como matarife en diferentes mataderos de Mallorca. Se convirtió rápido en responsable. En ese periodo, como Pepín consiguió dejar la heroína, empezó a dar conferencias en diversos ayuntamientos. «He salvado a muchos chavales de la droga. Los que me hicieron caso, sobrevivieron; los que no, han muerto. Todavía hay padres que me agradecen la ayuda cuando sus hijos han conseguido superar la adicción», confiesa.

Pepín confiesa que ha sido un hombre enganchado pero que también se ha desenganchado rápido. «Ahora mis únicas adicciones son las mujeres y la fiesta. Las mujeres son lo que más quiero», explica. «Aprendí a dominar mi mente cuando dejé el 'caballo'. En el barrio había mucho yonqui. Tuve una etapa larga donde todo el día estaba enganchado», rememora. Pepín ha visto fallecer a, al menos, 16 amigos por esta droga. Lo cuenta porque llegó a consumir en esa época 2 gramos de heroína y speedball (mezcla de heroína y coca).

En este momento, en Mallorca se consumía diversidad de heroína, desde la Turca hasta la tailandesa, es decir, la blanca. «Contra más droga pura entraba, más muertos había. Nuestro cuerpo no estaba habituado a probar ese rollo, sino a lo sucio», aclara Pepín. Los años que quizá más recuerda fueron los de la época dorada del turismo sueco. «Vart ska du dansa ikväll?» (¿dónde vas a bailar esta noche?), les decía a todas. «El barrio se volvió de color rubio. Era la época en que me chutaba y entre eso y el sexo podría haber cogido VIH», dice bromeando. Cree haber tenido el mejor sexo. Recuerda dos discotecas míticas, hoy cerradas, la Sirena y Crazy Daisy.

En la historia de Pepín hubo tiempo para probar otros trabajos como ser chulo de dos prostitutas. También reconoce que le gustaba el juego. Era un aficionado al Poker «y ganaba». Detrás de tanto tatuaje y una pinta de macarra, a sus 67 años solo le preocupa su tejado, pero es incapaz de quedarse quieto si alguien del barrio necesita ayuda. Durante la entrevista, un camión se queda estancado en el carrer d'Anníbal. Pepín sale pitando, oculta los retrovisores del camión y dirige a los jóvenes conductores a que circulen. «Dale, dale. Que no vas a rozar ningún coche, dale», les espeta.

Pepín cree que la heroína ha vuelto a la calle. «Veo últimamente muchas jeringuillas usadas. Pero ahora la cosa ha ido de Guatemala a 'guatepeor'. Con el rollo de la metadona para quitarse el mono te cagas vivo cuando te la van retirando. Luego son los mismo que van a centros a desintoxicarse...yo me desintoxiqué a pelo, sin nada». Pepín es el vecino de la calle más corta de Santa Catalina. Es el que vende sal de flor de coco que él mismo recoge, el de los esclatasangs que luego reparte entre sus vecinas (y vecinos) y el que saca a pasear a Blanca y Flor varias veces al día. Y es el mismo que se asoma por el Mercat Santa Catalina a saludar a su gente y a desayunar zumo y llonguet antes de irse a caminar.