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El día de ayer era, sin lugar a dudas, el menos oportuno para la comparecencia del presidente del Gobierno, José María Aznar, en el Congreso de los Diputados para hablar de lo acaecido en Irak. Y lo era porque por la mañana se celebraba el funeral de Estado por los siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia y porque era día de luto en todo el país. No es bueno mezclar las cosas y ayer debía haber sido una jornada para estar al lado de las familias de los fallecidos y poco más. Es evidente, además, que estas circunstancias condicionaron el debate celebrado por la tarde, en el que Aznar aseguraba que una retirada de nuestros efectivos desplegados en Irak supondría «un mayor riesgo» para «los de aquí y los de allí». Mientras, José Luis Rodríguez Zapatero, líder del PSOE, ofrecía el diálogo y el consenso para poder salir de esta situación y reconducirla, esta vez, bajo los auspicios de la Organización de Naciones Unidas. A estas alturas son muchos los ciudadanos españoles que se preguntan qué hacemos en aquel país. Fue, ciertamente, un enorme error el apoyo político de Aznar a la contienda. Del mismo modo que Rodríguez Zapatero, en aquellos momentos, no supo o no pudo ofrecer una alternativa válida. Ahora estamos sufriendo las consecuencias de un compromiso que, sin la guerra, nunca hubiera tenido lugar. El Gobierno de Aznar debe aprender la lección. Es verdad que no podemos abandonar a los iraquíes. Aunque comienza a ser ya hora de que esa postura de justificar lo injustificable y del empecinamiento sostenido del presidente contra viento y marea dé paso a un talante más abierto y al reconocimiento de los errores cometidos. Aznar debe ahora reflexionar sobre lo sucedido y aceptar la oferta de diálogo. Ésta, sin duda, es la mejor opción frente a las situaciones de crisis.