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Nacida en 1949 con el téorico fin de contener la «amenaza» soviética sobre Europa, la OTAN ha sufrido ahora a principios del siglo XXI un cambio radical en sus objetivos y conformación. En mayo del 2004 se incorporarán a ella buena parte de los Estados que fueron antaño sus enemigos desde las filas del Pacto de Varsovia, como Bulgaria, Rumanía, Lituania, Letonia, Estonia, Eslovaquia o Eslovenia, estando prevista para más adelante una nueva ampliación que llevaría a su seno a los países balcánicos. Si el cambio es sustancial en cuanto a sus componentes, aún lo es más en lo concerniente a sus objetivos. La naturaleza defensiva de la OTAN, explícita en su doctrina fundacional, adquiere hoy una nueva dimensión, como es la lucha contra el terrorismo internacional y el control de los Estados considerados violentos. Las fuerzas de la organización estarán en todo momento preparadas para desplegarse en cualquier parte del mundo. Estamos, pues, ante una nueva OTAN que sólo se asemeja a la anterior en que EEUU sigue manteniendo un papel preeminente en ella. El giro copernicano experimentado por la organización responde casi punto por punto a la estrategia que emana al presente desde Washington. Y dado el talante belicoso que mantiene la Administración norteamericana no podemos dejar de advertir el peligro que encierra la actual situación. Bush quiere ahora que la OTAN forme parte de la coalición contra Irak. Las poderosas tropas de la OTAN -más de 20.000 soldados de elite- podrán combatir en cualquier conflicto. Esto puede resultar en extremo delicado si la OTAN llega a ser sólo un instrumento de la política militarista de Washington, llevando a remolque a países europeos que poco, o nada, comulgan con tales intereses.