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Los meses que siguieron a los atentados del 11 de septiembre vinieron caracterizados en EE UU por una exaltación del patriotismo y por un exagerado fenómeno de cohesión en torno a la figura del presidente Bush. Después, al iniciarse los ataques sobre Afganistán, la opinión pública norteamericana cerró filas y alabó entusiasmada la operación de castigo. Todo ello en un estilo genuinamente americano, como lo es también el vaivén de opinión registrado posteriormente. Hoy, vistas las cosas con más calma, se cuestiona severamente la actuación de Bush como responsable último de que no se tomaran las medidas adecuadas para prevenir los ataques, del mismo modo que se piden explicaciones acerca de una campaña de Afganistán que dista mucho de haber coronado los objetivos propuestos. La mayoría de los norteamericanos culpa al Gobierno de ineficacia a la hora de prevenir los atentados, al tiempo que el Congreso exige explicaciones sobre esa guerra contra el terrorismo que tuvo su punto de partida en las inhóspitas tierras de Afganistán. Desde las esferas gubernamentales se achaca todo a una maniobra de los demócratas, deseosos de desgastar al Ejecutivo, a la vez que se hace piña en torno al presidente a fin de preservar su imagen. Como tampoco parece muy acertada esa reiterada cantinela que desde la Casa Blanca alerta o alarma a la población en lo concerniente a la certeza de que se produzcan nuevos atentados masivos. Todo indica que se está intentando desviar la atención para así neutralizar las críticas que llueven sobre la gestión de Bush y sus asesores. Se ha pasado de un no tomar en serio las informaciones que anunciaban posibles ataques terroristas a un exagerar las posibilidades de que vuelvan a producirse. Y la opinión pública norteamericana puede ser efectivamente inconstante y maleable, pero no es ciega y advierte la falta de seriedad de la política que se está desplegando al respecto.