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Hoy se cumple el vigésimo aniversario del golpe militar del 23-F, en el que el Gobierno en pleno, entonces presidido por Adolfo Suárez, y los diputados fueron secuestrados en el Congreso. En aquel entonces, parte del estamento militar todavía adolecía de viejos vicios y suponía un permanente peligro para la incipiente democracia. Aquel golpe supuso, de hecho, una vacuna definitiva y el inicio de la consolidación del sistema democrático en España. Otro de los problemas que existían entonces era el del terrorismo. ETA había lanzado en 1981 una fuerte ofensiva que contribuyó a poner más en jaque al Ejecutivo de la UCD. Han pasado veinte años, ya no hay problema militar y las Fuerzas Armadas acatan con lealtad el ordenamiento vigente. Sin embargo, la barbarie terrorista aún persiste hoy en día y la última y lamentable muestra de su sinrazón acontecía ayer, cuando un coche bomba segaba la vida de dos trabajadores que pasaban por el mismo lugar que el concejal socialista de Ordizia Iñaki Dubrueil, el objetivo de la banda en este atentado que milagrosamente salvó la vida.

Los terroristas actúan también durante las campañas electorales y las precampañas con la pretensión de imponer su política del terror y del miedo, de imponer sus ideas por la coacción de las bombas y los tiros en la nuca. No dejan de ser más que peligrosos delincuentes sin el menor respeto al más fundamental de los derechos humanos, la vida. Y era de esperar una acción de ETA tras el anuncio de Ibarretxe de convocar elecciones para el próximo 13 de mayo.

El Congreso de los Diputados condenaba ayer lo acontecido hace veinte años y, por supuesto, hacía lo propio con el atentado de la banda asesina. En común tienen ambos hechos el ataque frontal a las libertades y a la democracia, principios por los que la mayoría de los españoles decidieron regirse y que debe ser aceptado y asumido por todos.