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La investidura del presidente de EEUU, un momento en que el país olvida sus diferencias internas, ha sido este año una muestra de la profunda división de la sociedad con la presencia del mayor número de manifestantes en décadas. Washington se convirtió ayer en un microcosmos de la sociedad estadounidense.

Por un lado, las calles del centro de la ciudad hervían con legiones de mujeres vestidas de visón y hombres con corbata y sombreros de «cowboy». Por otro, miles de manifestantes, principalmente jóvenes, algunos con abundancia de «piercings» y cuero, pero otros «niños bien» y miembros de grupos religiosos, coreaban consignas como «Paremos la guerra» y «Llevémonos la Casa Blanca».

La jura del presidente, con toda su pompa, es normalmente un bálsamo para las heridas internas del país, un momento en el que los partidarios del partido derrotado hacen de tripas corazón y se resignan a esperar un resultado distinto en los próximos comicios. Pero tras un mandato de Bush, que prometió en 2000 ser un líder que uniría al país, las diferencias están a flor de piel, alimentadas principalmente por la guerra en Irak.

«Un montón de vidas estadounidenses e iraquíes se han perdido por una mentira», dijo Maureen Whaley, una mujer de 40 años llegada a Washington desde Pensilvania, uno de los estados más disputados durante las elecciones de noviembre.

Los manifestantes se concentraron en diversos puntos de la ciudad y marcharon hacia la ruta del desfile inaugural atravesando los círculos concéntricos de los controles de la policía, que cerró al tráfico unas cien manzanas del centro de la ciudad. Su cantidad y su volumen sorprendieron a las hordas de republicanos de todo el país que convergieron en Washington para celebrar la victoria de su líder.