La escritora Alana S. Portero, en la librería Drac Màgic de Palma. | Teresa Ayuga

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Una tiene la mala costumbre de no relajarse, de no dejarse ser, de disimular para no incomodar, de no quererse. Y, sobre todo, tenemos la mala costumbre de definir a una persona cuando ni ella misma ha sabido o ha podido hacerlo. De eso habla precisamente La mala costumbre (Seix Barral), la primera novela de Alana S. Portero protagonizada por una niña y, después, una mujer, atrapada en un cuerpo equivocado en el barrio obrero de San Blas, en Madrid, en los años 80. La autora lo presentó ayer en la librería Drac Màgic de Palma junto a Begoña Méndez.

No sé si muy en broma, la protagonista cuenta que nació trans por culpa de la maldición de una bruja, una bruja que simplemente era una mujer incomprendida…
—Me gusta que lo haya leído así, hay gente que no lo ha percibido así y, en realidad, es una idea que va en consonancia con la novela. Creo que ser trans es una bendición, que pone las cosas difíciles, pero la verdad es que, en mi caso, prácticamente nada de las cosas buenas que me han sucedido en la vida, en la que incluyo la novela y su éxito, hubieran sucedido si no lo fuera.

Es de las que piensa que ‘lo que no te mata te hace más fuerte’?
—Sí, aunque ojalá fuera más sencillo y no se tuviera que recurrir a extremos. Desde luego sobrevivir a determinadas cosas hace que tu forma de afrontar los problemas sea más fría y serena.

Ciertamente algo que transmite la novela es cansancio y fatiga por lo que tiene que afrontar la protagonista.
—La experiencia del armario, solo contarla, es en sí misma opresiva. Y cuando la persona no vive la vida que tiene que vivir o la que quiere o que no es su vida real, esencialmente lo que sucede es que hay ese trabajo de vivir así. Nadie puede vivir así, porque casi todas las energías se vuelcan en intentar sostener algo que se está hundiendo. Es muy cansado.

La protagonista, además, logra vencer la vergüenza de esa «crueldad inocente» con la que trató a todas esas mujeres a las que no quería parecerse, a esas «travestis» que quisieron ser bellas diosas.
—Casi todo lo que deseamos nos aterra o empieza con un punto de terror o miedo. Porque acercarse a ese deseo implica una liberación casi total y ser libre no es fácil. Y nunca se es más libre que cuando se es pequeña y todavía no se ha empezado a encorsetar o a marcar un camino. En la primerísima infancia se deja a las criaturas hacer casi lo que quieran. Todo nuestro mundo está construido en recortes de libertad, con estrategias para amoldarnos por lo que entendemos que es la civilización.

«Todas las niñas trans crecemos solas», asegura la narradora, quien lamenta de que «antes de definirte tú misma, los demás te dibujan los contornos con sus prejuicios y sus violencias».
—Toda persona que no es normativa se da cuenta de ello por primera vez cuando alguien se lo dice, siempre de malas maneras. Y eso ocurre también ocurre con las infancias racializadas, con discapacidades o con niños pobres. Cualquier infancia que no se ciña escrupulosamente a la norma es señalada de la peor manera. Por otra parte, una persona trans es mucho más que eso, nadie debería empezar a definirse por ahí.

Afortunadamente, cuando la protagonista lo habla con su primer amor no es así.
—Es que quería darle ese primer amor perfecto. En las narrativas adolescentes y, especialmente en las LGTBI, las primeras relaciones son traumáticas y me apetecía que tuviera un poco de cuento de hadas, aunque termine de forma abrupta.

«Las niñas siempre estamos escuchando y nunca se sabe qué se agita dentro de cada una que puede ser dañado para siempre con una palabra». ¿Hay que ir con más cuidado con lo que se dice?
—Las infancias, todas, siempre están escuchando. Esa es una idea central también de la novela. Es bueno pensar en los niños como pequeños espías de la realidad de los adultos.Toman nota de todo y lo aprenden inmediatamente, para bien y para mal. Todas podemos recordar frases de la infancia que nos dijo otra niña, los padres, la abuela o un vecino que se dijeron sin importancia y, en cambio, a ti se te han calvado para siempre. Herir en su mundo es provocar una herida que no desaparecerá jamás o, al menos, será una cicatriz que siempre estará allí.

En la novela queda reflejada la hipocresía de esos hombres que no dudan en alzarse con sus compañeros en contra de injusticias laborales y que, en cambio, no denuncian la violencia machista que ejercen sobre sus mujeres.
—La mala costumbre es esencialmente una novela de mujeres en la que intentaba contar la importancia que tienen, entre otras cosas, en la épica lucha obrera. Los héroes obreros pudieron desarrollar su lucha porque tenían comida sobre la mesa, la casa y los niños cuidados. El sostén de todo son ellas, así que violentar a una de ellas es una manera de aleccionar. No ayudarla o no castigar a su agresor en el fondo es una manera sistémica de decir que estás sola. Creo que ese esquirolaje masculino está muy vivo. El pacto patriarcal es muy difícil de romper. Todas hemos oído eso de que no hay que meterse en casa ajena, en la casa del vecino...

Ese entorno también afecta en la forma de querer a la propia familia. Como dice la protagonista, en su casa se quieren «con prisas».
—Es que el quererse, el quererse bien, requiere tiempo. Esta es también una novela eminentemente obrera y la clase obrera tampoco ha cambiado tanto. Una no puede ser una persona perfectamente hábil en todas las facetas de su vida si trabaja doce horas diarias. Así, lo único que te queda es el amor en bruto y haces lo que puedes con él. No es un asunto de falta de inteligencia ni de educación, es cansancio. Ella es muy consciente de que no puede hablar con sus padres, pero sí que puede estar con ellos y que son su hogar. El padre no entiende a su hija, pero se quita la comida de la boca para dársela.

Como mujer en cuerpo de hombre, envidia la sororidad de las mujeres, pero también es consciente de los privilegios de los que goza por ser, visiblemente, un hombre...
—Es que la masculinidad clásica, la tóxica, es muy mala también para ellos, que son las segundas víctimas. La masculinidad es una instrucción y quien tenga una sensibilidad diferente es duramente castigado. Eso crea hombres muy frustrados y de la frustración a la violencia hay un paso corto. La protagonista encuentra el paraíso en las mujeres, porque es donde puede descansar.

La protagonista tiene que peregrinar hasta Chueca. Y es que vive encerrada en una doble prisión: su cuerpo y su barrio.
—El barrio la conforma y le enseña cosas positivas, pero no deja de ser un lugar donde todo el mundo tiene asignada una identidad que no es la suya. De ahí el título de la novela: tenemos la mala costumbre de dar por sentado. Nunca te sientas a hablar de quién eres. Como decía, con las personas trans lo que sucede, y es injusto, es que es como si eso te definiera. Efectivamente, ella tiene que hacer ese peregrinaje, que resulta liberador y casi religioso. Tiene que caminar para ganar el llegar a casa, como quien peregrina a un templo en el que le espera una diosa, que no es nadie más que ella misma, pero tiene que ganarse esa condición.