Ben Jakober y Yannick Vu, en una de las salas del edificio principal del Museo Sa Bassa Blanca. | Teresa Ayuga

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En pleno agosto cuesta encontrar en la Isla un lugar que no esté abarrotado de turistas, lejos del hastío que provoca tanto ruido y temperaturas insufribles. El Museo Sa Bassa Blanca, a poco más de diez minutos del Mal Pas (Alcúdia), se erige como el refugio perfecto para todo lo que necesite remedio. Cuando uno recorre las diferentes estancias del edificio principal, diseñado por el arquitecto egipcio Hassan Gathy (1900-1989), se da cuenta de que el término ‘museo’ no logra definir lo que tiene ante sus ojos: una casa reconvertida en un auténtico templo del arte.

Hace ya treinta años que el matrimonio formado por los creadores y coleccionistas Ben Jakober (Viena, 1930) y Yannick Vu (Montfort-l’Amaury, Francia, 1942), llegados a Mallorca en los sesenta, decidieron constituir la fundación que gestiona Sa Bassa Blanca, que alberga tesoros que van desde cuadros de Miró, Bacon, Horn, Htihet o Barceló, instalaciones de Yoko Ono o James Turrel, hasta un artesonado mudéjar del siglo XV. Y, sin embargo, se perfila como el espacio más desconocido de nuestro país.

Casualidad

«Todo surgió de forma natural y poc a poc», reconoce Jakober en mallorquín, a lo que Vu añade que lo que hoy se puede visitar es el resultado de «muchos esfuerzos, uno tras otro y a lo largo de décadas».
De hecho, empezó por «casualidad», cuando Vu se enamoró de un cuadro que encontró en una tienda de Palma. Como era extranjera, no se lo querían vender, así que Jakober pidió a uno de sus amigos mallorquines que adquiriera la pieza en su lugar.

La obra en cuestión era Retrato de una niña con cerezas, del mallorquín Joan Mestre i Bosch (1826-1893), que ahora forma parte de la aclamada sala Nins, ubicada en el aljibe, y en la que se exhiben más de cincuenta retratos de niños de la aristocracia de diferentes países europeos, desde el siglo XVI al XIX. El fondo, no obstante, asciende a más de 150 óleos. Es, puntualiza Kika Osorio, directora administrativa de Sa Bassa Blanca, la exposición «más estable», puesto que «en el Museo todo va cambiando».

De hecho, recientemente han transformado la Sala de las Conferencias en la Sala de las Confluencias, donde ahora dialogan piezas de diferentes etnias y países: muñecas de Nuevo México, Perú y África con máscaras de este continente, pero también de Venecia o Japón, así como ropajes típicos de ceremonias especiales y de guerrilleros chinos, pasando por el traje de un astronauta, «otro tipo de guerrillero» –comenta Jakober–, hasta un vestido de alta costura de Yves Saint Laurent.

Y es que Sa Bassa Blanca es el fruto de los incontables viajes que han llevado a cabo Jakober y Vu por todo el mundo y, sobre todo, de su pasión por el arte y la cultura. Así, a medida que el matrimonio fue coleccionando y acumulando piezas de arte, se dio cuenta de que «lo que teníamos que hacer era compartirlo con todos, como es natural».

Extensión

El Museo se extiende más allá de este edificio principal y del aljibe a través del Espacio Sokrates, cuya razón de ser gira en torno a la instalación inspirada por la fórmula de Einstein que define la relación entre el tiempo y el espacio. Entre los tesoros que allí reposan se encuentra una espectacular cortina de 10.000 cristales de Swarovski que, según cuentan, apareció en una gala de los Oscar y que ahora se convierte en un perfecto telón de fondo para un esqueleto fosilizado de un rinoceronte lanudo siberiano.

Por si fuera poco, todo el territorio que rodea estos espacios se transforma en un parque con esculturas de granito creadas por Jakober y Vu, pero también con el árbol de los deseos de Yoko Ono o una instalación que denuncia la contaminación en un antiguo molino de agua del siglo XIX, entre otras muchas obras.

Por otra parte, tanto Jakober como Vu se interesan por las «impresiones» de los visitantes, quienes convienen en destacar la «originalidad» del Museo, su carácter cambiante y «cómo se establecen diálogos que parecían impensables». Al fin y al cabo, el matrimonio se encuentra en su casa.

Así las cosas, definir Sa Bassa Blanca se convierte en un juego de adivinanzas. «El encanto que tiene reside en el llegar hasta aquí», prueba a decir alguien, mientras otro se decanta por el «no saber exactamente qué te vas a encontrar».

«A menudo vas a un museo para ver una obra de Miró, por ejemplo. Pero aquí no vienes a ver un cuadro de Miró [que también hay], sino piezas de tantos célebres creadores que fueron y son amigos de Ben y Yannick». «Sa Bassa Blanca es cómo ellos ven, viven y entienden el arte», acierta a precisar Kika Osorio.

En este sentido, este perfecto refugio es también una mezcla de anécdotas, recuerdos y vivencias que los propios protagonistas se encargan de ordenar y revisitar, no sin debates. «Como todas las parejas nos peleamos, pero el resultado es una obra de arte», bromea Vu.