Además de escritora, Anne Plantagenet es la biógrafa de la actriz María Casares. | Patrice Normand

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Fue el editor de Anne Plantagenet (Joigny, Francia, 1972) quien la convenció de que tenía el derecho de contar su historia. La autora, hija, nieta y bisnieta de Pies Negros –de la voz francesa pieds-noirs, que se refiere a los franceses nacidos en Argelia durante el periodo colonial– fue con su padre a Orán en lo que fue un viaje para reconciliarse con su pasado, con su historia, más de cuarenta años después de su marcha. Un relato que compartió en su último libro, Tres días en Orán (Siruela). Lo presentará este jueves, a las 19.00 horas, en la Fundació Sa Nostra de Palma, dentro del ciclo de coloquios literarios que organiza el Cercle d’Economia. La autora charlará con Quico Maura y también habrá un concierto del músico senegalés Omar Niang. El aforo es libre, aunque es necesario inscribirse en la web del Cercle.

¿Puede sentirse uno extranjero en la tierra en la que nació?
— No puedo hablar por todo el mundo, no me gusta generalizar. Esta es mi historia, un caso particular y peculiar. De hecho, cuando se publicó en Francia en 2014 pensé que era un relato tan personal que no iba a interesar a nadie. Pero no fue así. Emocionó a mucha gente, que se identificó en lo que yo contaba, por lo que sentí que había tocado algo universal e intemporal. En este sentido, no es exacto decir que me siento extranjera en el país en el que nací, que es la Francia que conocemos hoy en día, la metropolitana.

En el libro afirma que «la segunda generación no se designa».
— O, mejor dicho, soy de la primera generación nacida en Francia. Nací diez años después del exilio, del fin de la guerra entre Francia y Argelia. Me siento francesa, pero sin raíces en Francia. He vivido en varios países, en España, Inglaterra... Suelo viajar mucho y me considero, aunque suene exagerado, ciudadana del mundo, europea. Me siento más cómoda en España que en cualquier otro país de Europa.

El concepto de ‘casa’ en sí puede resultar complicado...
— Así es. Acabo de terminar otro libro, que no tiene nada que ver con este, en el que escribí una frase que dice algo así: ‘Yo solo estoy en el lugar desde donde escribo’. Para mí, la tierra es la tierra donde escribo. Y pienso que es algo que he ido construyendo con el tiempo. Decía que no tiene nada que ver y es así, pero es verdad que tiene que ver con la identidad, que es un tema que me obsesiona desde hace muchos años. Cuando era pequeña no lo veía así, pero me he dado cuenta de que mi identidad está muy vinculada con la escritura. El viaje a Argelia tuvo mucha importante en el camino de mi vida y, cuando escribí el libro, me sentí segura, en paz.

En el epílogo, titulado El deseo y el miedo, que fue su editor el que la convenció de que tenía derecho a contar su historia.
— Sí, fue así. Mi editor fue muy importante. Él me dio la legitimidad que pensaba que yo no tenía. Me dijo que tenía derecho a escribir mi historia y ponerme a mí delante, en primera persona, como protagonista.

Admite que, al principio, quería que fuera una novela, pero finalmente le salió una autobiografía.
— Es que lo intenté varias veces, pero siempre fracasaba. Entonces, muchos años después del viaje con mi padre, intenté escribir el relato de otra manera. Pero la verdad es que busqué durante mucho tiempo cómo adueñarme de la historia. El proceso tuvo varias etapas.

El deseo y el miedo resume muy bien cómo se sentía...
— Sí, sentía que era una batalla, como una lucha entre ambas cosas. Mi abuela decía que yo no podía hablar de esto porque no había nacido en Argelia, es como si fuera la única depositaria de la historia y era complicado tener un sitio. Así que tuve que hacer mi propio camino. Mi dilema es que adoraba a mi abuela, pero era racista. Esa es la complejidad.

«Voy a reactivar el sentimiento de exilio», le dice a su padre.
— Es un tema muy delicado y respeto la decisión de cada uno. Cuando el libro salió en Francia hice un montón de presentaciones y la gente reaccionó de forma muy viva. A veces también de manera contradictoria. Había quien me decía que no podría haberlo hecho; algunos, que les había dado energía para emprender el viaje porque, de nuevo, estaban entre el deseo y el miedo... Es una cuestión muy personal. Yo tomé esa decisión porque para mí era muy importante, pero sabía que para mi padre había un riesgo, pues no sabía qué nos encontraríamos.

Asumió, confiesa en el libro, un gran riesgo, sobre todo su padre.
— Sí, porque cuando tomas la decisión de volver al país del que te exiliaste tienes que saber y admitir que, en realidad, no hay vuelta posible, de que vas a descubrir otro país, que no será el de tu infancia. Ahí se combinan los recuerdos con imágenes del presente. Al final, todo salió bien y está inmensamente agradecido.

Hay quien dice que los franceses son grandes exportadores de su cultura, pero muy malos importadores de otras.
— Insisto, no me gusta generalizar, pero es verdad que en Europa estamos en una época que me parece muy peligrosa, en la política, pero también en el vínculo con los demás. Hay mucha hostilidad. Lo que puedo afirmar es que Francia todavía tiene una relación muy difícil con Argelia. La guerra fue muy dolorosa y difícil y aún no podemos hablarlo de forma natural. Los historiadores todavía no han hecho su trabajo, el trabajo de la memoria, de abordarlo con calma y con perspectiva. Hay muchas heridas que no están curadas.

Comentaba que su próximo libro será distinto, ¿qué más puede avanzar?
— Es que escribo libros muy distintos, porque escribo lo que es necesario para mí en un momento preciso. En este caso, es la historia de una mujer real que existió, anónima, que trabajaba en una fábrica y que murió en condiciones de trabajo muy complicadas. La cuestión social está muy presente, sobre todo el dolor que puede causar el trabajo.