Sabina durante un momento de su actuación en Mallorca. | Laura Becerra

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Según Rannulph Junuh, un vaso de alcohol mata a cientos de neuronas. No importa, tenemos millones. Primero mueren las de la tristeza, y no podemos dejar de sonreír. Luego caen las del silencio, y todo lo decimos en voz alta. A continuación perecen las de la estupidez, y hablamos con inteligencia. Y por último están las células de los recuerdos. Esas cabronas son difíciles de matar… Que se lo digan al público que llenaba Son Fusteret para ver a Joaquín Sabina. No encontrarán ni a una sola alma entre las que se apostaban frente al poeta de lo cotidiano que no vincule alguna de sus canciones con un momento trascendental de su vida. Algunos recuerdos, ya saben, son difíciles de borrar.

Esta vez el mago del bombín llegó en loor de multitudes, con todo el papel vendido. Y, claro, no concedió entrevistas. Es una mala costumbre esa de vincular las declaraciones de un artista con la venta de tickets. Pero a estas alturas de su carrera, el flaco de Úbeda puede permitírselo. Aunque eché de menos su voz al otro extremo del teléfono, con sus respuestas cargadas de chispa y retranca, recuerdo que la última vez acabó con una carcajada que por poco le ahoga en tos. Pasaban diez minutos de las 22.00 cuando Joaquín Sabina tomó el escenario al vuelo poético de ‘Cuando era más joven’, una tierna oda a sus años salvajes, sazonada con metáforas ingeniosas y ese escepticismo crónico que ha convertido en su marca de agua. Antes había sonado por el hilo musical ‘Contra todo pronóstico’.

Palma añoraba su inconfundible voz cascada y aguardentosa, con ese deje entre castizo y andaluz, que coloca siempre los textos al frente de unas canciones vestidas con un rock and roll suave, que a ratos se inclina hacia la ranchera y a ratos hacia el pop.

‘Sintiéndolo mucho’ fue la segunda salva de la noche, una de sus más recientes luminarias, a la que siguió ‘Lo niego todo’ y ‘Mentiras piadosas’, con ese soberbio crescendo que hace añicos la teoría del amor eterno que nos endiñó Hollywood. El concierto discurría casi en piloto automático, pero a Sabina le basta circular a velocidad de crucero para rubricar un ejercicio musical digno, que además deja a los fans extasiados. Se encuentra en un tramo apocado de su vida -más por prescripción médica que otra cosa- y prefiere expresar emociones a escenificarlas con excesos impropios de alguien de 74 años -eso se lo dejamos a Mick Jagger-. El maestro prefiere llegar a sus fieles con el desgarro de su voz, ya con menos empuje, de ahí que despoje a su repertorio de los arreglos más impetuosos que erizaban la piel -ahora solo consiguen acariciarla-. Pero que no sirvan estas líneas para deslucir un concierto que fue como un río que avanza lento, pero inexorable, arrastrando consigo todo el sedimento creativo de cuatro décadas en activo. En fin, hay cosas que no cambian aunque por ellas pase el tiempo. Una de ellas se llama Joaquín Sabina, dueño de una colección de gemas deslumbrantes e imperecederas. Música sanadora, bálsamo para corazones, pentotal sódico para las cicatrices del alma.

Espíritus

El genio andaluz volvió a convocar a los espíritus que habitan en su garganta, dejando una buena muestra de ese talento que, llevando la contra al reloj, gana con los años. Enjuto y desgarbado, congració a 7000 fans con su repertorio tenaz, consistente y arraigado al imaginario popular. Ya no necesita gritar para decirnos que ha vivido y cantado como si ambas cosas fuesen sinónimo. Y aunque a veces parece afrontar su oficio como un quehacer cotidiano, una ocupación prosaica desprovista de dimensión mitológica; sus gestos, su mirada, desvelan un compromiso más allá de lo material y tangible. Mi acompañante me apuntó en repetidas ocasiones ‘se le ve algo melancólico’. Normal, por increíble que parezca, va en sintonía consigo mismo y, por descontado, con su obra. Basta escudriñar sus letras para advertir que bajo el confeti se esconde un grito de nostalgia por lo irrecuperable.

En Son Fusteret, Sabina salió victorioso del único reto que de verdad importa: convencer al público de que aquello que es dolor, aquello que es amor, aquello que es esperanza, aquello que, en definitiva, es vida, todavía tiene sentido a través de su música. El gran sanador está muy vivo.