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JAIME CASTILLO - ROMA
El cine italiano perdió ayer a uno de sus símbolos de los últimos cincuenta años, el actor Alberto Sordi, gloria y orgullo de la comedia nacional. Sordi murió a los 82 años en su villa romana, aquejado de una grave enfermedad, cuando su vida era ya una leyenda cimentada en la catarata de humor de sus casi 200 películas. «Ha muerto uno cualquiera de nosotros», repitieron una y otra vez los anónimos ciudadanos que más le admiraban y a los que representó como nadie con su vena histriónica de intérprete instintivo. Nadie le niega el papel que fue modelando con todos los papeles de su vasta cinematografía como arquetipo del italiano medio, con su juego de sentimientos y debilidades y un toque de bellaquería.

Se fue Sordi y se apagó su voz grave y profunda, que no sólo le sirvió para adornar su celebrada gramática gestual, sino que fue tenaz herramienta en sus primeros pasos artísticos. Con su voz de infante cantó en el coro de la Capilla Sixtina, antes de dedicarse a la radio, donde marcó una época en los años cuarenta con «Rosso y nero» u «Os habla Alberto Sordi». También le sirvió esa poderosa voz para doblar a Oliver Hardy, a Robert Mitchum o a Anthony Quinn, mientras hacía sus pinitos en la revista y el teatro a la espera de que le descubriera el cine. Después de pequeñas y secundarias escaramuzas ante la cámara, un padrino de honor, el gran Federico Fellini, le abrió de par en par las puertas del cielo cinematográfico.

«Lo sceicco bianco» («El jeque blanco», 1952) y «Vitellone» («Vividor», 1953) marcaron su consagración ante la crítica y el público, que apenas si tuvieron tiempo para celebrar como un gran hito su famoso «Un americano en Roma» (1954). El joven Sordi con camiseta blanca y cara de pueblerino dispuesto a comerse el mundo reducido a un plato de espaguetis se acabó convirtiendo en una imagen de culto, que hoy sigue colgando de las paredes de muchas trattorias romanas. Su carrera cinematográfica fue un suma y sigue, con hasta once películas en un sólo año, en las que no se cansó de exhibir un perfil que se confunde con la propia «comedia a la italiana». Mario Monicelli y Dino Risi, Steno y Petrangeli, Zampa y Scola fueron los directores que supieron sacar lo mejor de su vena interpretativa, al moderar sus desmesurados y exuberantes impulsos.

La ausencia de ese irremediable freno fue, según una parte de la crítica, la causa de que su experiencia como director de sí mismo -debutó en 1965 con «Fumo in Londra» («Humo en Londres»)-, no estuviera acompañada por el mismo éxito. Esa misma crítica le achaca su «conservadurismo» por no arriesgar fuera de la comedia y sitúa en un segundo plano sus incursiones más dramáticas, pese a que fueron filmes que también gozaron de la simpatía de la gran platea. Entre esos títulos figuran obras como «La grande guerra» («La gran guerra», 1959), en la que fue compañero de armas de Vittorio Gassman, o «Un borghese piccolo, piccolo» («Un burgués pequeño, pequeño»). Pese a su notoriedad y su habitual presencia en la vida pública y en la televisión hasta casi sus últimos días, Sordi era un ferviente católico y tenía fama de solitario y esquivo y también de tacaño.