El autor de esta crónica, junto al legendario ciclista irlandés Sean Kelly, al acabar la Mallorca 167.

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Después de dejar el listón muy bajo, tocaba corregir el error y demostrarse a uno mismo que, si no te paras a hacer tertulia en los avituallamientos, puedes cumplir con decencia en la prueba corta de la Mallorca 312. El adjetivo simplemente ilustra, pues 167 kilómetros ya es una buena tirada para un globero del nivel (top) de servidor. Si hace un año acabar era el único objetivo, la reválida era alejarse de las diez horas.

Sobraba ilusión, pero seguían faltando piernas. Menos que hace doce meses, aunque cuando uno se planta en la línea de salida, ya no hay marcha atrás. Allí se puede realizar la primera criba. Ese grupo de los que ves preparados para salir como centellas y ponerse delante enseguida; los que quieren hacer buen crono y probarse en una de las tres distancias... y los que vamos con nuestro bolsito amarrado al manillar para y por lo que pueda pasar.

Este año tocó pasear el dorsal 107. Lejos de mi posición en la general. Asoma el sol por Platja de Muro. Se me acerca Rosa -una de las ‘jefas’- con un «anirà bé» reconfortante y Marga Portells quiere inmortalizar la salida... ¿Por si no llego? Nunca se sabe...

Ya sabes a lo que atenerte en los primeros kilómetros, naciendo el día y apartándote a un costado para que pasen centenares de participantes que quieren llegar a las faldas de Femenia con la carretera despejada. Tal vez sea de lo más peligroso, pues vas rápido, te lleva la inercia de un pelotón interminable y hasta que no alcanzas la bahía de Pollença apenas puedes recrearte un poco con las vistas. Si vas con esa idea.

En la larga recta hacia Pollença se estira el paquete. Intentas pillar un grupo y una rueda con la que embocar las primeras rampas de la Serra, donde todos van frescos y no te puedes confiar. Es absurdo gastar fuerzas tan pronto. Hace calor, el aire es caliente, pero a lo mejos se atisban nubes. Te descuelgan y enganchas a otros, haciendo que, pese a ir subiendo, tengas que prestar atención a los que te rodean. La importancia de rodar en grupo, más si no estás tan acostumbrado.

Te viene ya a la cabeza el consejo de una deportista de élite: «come y bebe, come y bebe...», porque conviene no castigarse tan pronto. Pero cuidad, que los toboganes rumbo a Lluc te piden atención. No es difícil irse al suelo. Van pasando los kilómetros y la carrera se estira rebasado el Coll de sa Batalla. Un trazado serpenteante en el que, además de piernas, hay que prestar mucha atención, pues siguen llegando por detrás los que quieren ganar posiciones.

Sin darte cuenta, al ritmo de la marcha, llega el avituallamiento del Gorg Blau. La experiencia me recomienda saltármelo y tirar de ‘reservas’, porque viene un punto caliente. La subidita hasta Monnàber y el exigente descenso hasta Sóller. La primera, a ritmo; el segundo, tenso por que por la izquierda pasan como balas. Y empiezan a caer gotas...

Iba a hacer un calor de verano, pero se pone a llover. Ese agua hace más asequible el Coll den Bleda, pero también peligrosa una carretera que, en mojado y con tanta gente en ruta, puede resultar peligrosa llegando a Deià. Allí no perdono y, sabiendo que queda hasta Esporles -segundo avituallamiento-, toca parada técnica. Da igual el tiempo que pierdas, los centenares de participantes que te adelanten. En Deià, siempre, una Coca Cola. Estiras y para sa Pedrissa. La subida que tanto temía el compañero Santi Viedma, que debía ser un horno y fue llevadera. Aunque en pocos kilómetros saldría el sol para torrarnos en la corta, pero picante ascensión al Coll de Claret, antesala de la segunda -primera para servidor- estación de avituallamiento.

Fruta, barritas, geles, otra Coca Cola y para abajo. Con parada estratégica en un colmado de Esporles, porque se asoma el momento crítico. El de la rampa, que siempre llega entre Palmanyola y Alaró. Y lo hizo, en un tramo sin sombra. Estirar y rezar para que no fuera a más.

Diez minutos de parón y a rodar, por un tramo que gusta, dejando especialmente carreteras principales para atravesar Alaró, subir Tofla y aguardar un momento esperado: la parada larga en Lloseta, último punto de carga. A la sombra, cambio de calcetines y gorra, otra Coca Cola y a disfrutar del tramo más bonito (para mí). Serpenteando, entre el ánimo espontáneo de vecinos que se lo toman con filosofía y te aplauden. Sin bajar la guardia («comer y beber, comer y beber...)».

Pasan volando grupetas. Las de aquellos valientes de la 312 y los que van apurados en la 225, antes de encarar la Roubaix ‘poblera’, un tramo entre campos de cultivo en el que la ristra de pinchazos asusta: precaución. Ves la chimenea de es Murterar y te lo crees. Pero queda un último obstáculo: el viento (en contra) de la Albufera. A buscar rueda. Llámenme cobarde, pero vamos justitos y pasando ante Los Patos hueles la meta. Son metros (al final, lo fueron los 167.000) y minutos de felicidad antes de regresar al lugar donde todo empezó unas nueve horas antes. Donde regresaré en 2024.