Explicaba Marcel Proust (París, 1871-1922) en su obra Por el camino de Swann la siguiente anécdota: «El recuerdo apareció de repente. Fue el gusto de aquel trozo de magdalena que aquella mañana de domingo en Combray (lugar donde Proust pasaba sus vacaciones cuando era niño) en cuanto fui al dormitorio de la tía Leonie a darle los buenos días y ella me ofreció la pasta bañada en una infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena... La había visto sin degustarla en los escaparates de las pastelerías y luego habiendo dejado atrás aquellos días de Combray, parecieron borrarse ya de mi memoria... Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solas, más tibias o más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen todavía por algún tiempo, como si fueran espíritus, que recordasen, que aguardasen, que esperasen, sobre la ruina de todo lo demás para asumirlo sin ceder, sobre una gota casi impalpable en el edificio inmenso del recuerdo».
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