El ambiente acogedor del anterior ha dejado paso a un local con un gran interiorismo en tonos oscuros.

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Izakaya se ha mudado de lugar a otro próximo, pero con muchos más metros y una gran puesta en escena. El ambiente acogedor del anterior ha dejado paso a un local con un gran interiorismo en tonos oscuros, paredes de papel negro y dorado, suelos a juego, mucha madera, muy cómodas butacas y mesas de mármol de gran calidad percibida, que ha plasmado la idea que tenía in mente Daniel Célis, el alma mater de Izakaya. Ya no es la taberna sobria y razonablemente austera, sino un restaurante que ha subido el nivel y ha aumentado sensiblemente el aforo, servicio y, lógicamente, costes. Todo un reto con el que se enfrenta para seguir manteniendo la calidad de su oferta y la atención a su amplia legión de fieles. Mantienen el anterior local, en el que han ubicado al hermano menor y más desenfadado de la casa madre, y es posible que incluso ofrezcan alguna otra sorpresa si se materializan planes a los que están dando vueltas.

El cambio, de momento, arroja un resultado notablemente positivo. Hay más amplitud, las mesas son más cómodas, disponen de una planta superior con un reservado para 14 personas, y cuentan con una terraza en la entrada, retranqueada y cubierta, que puede darles mucho juego. La carta es básicamente la misma, y la calidad de sus productos, al igual que su presentación, como solían, muy buenos. Sigue al frente de la cocina el perfeccionista maestro Ozawa con un amplio equipo que saca adelante sus creaciones con la eficacia acostumbrada.

En nuestra nueva visita, prácticamente repetimos los platos que habíamos probado anteriormente, y no hubo apenas ni un pero. El tartar de atún picante al wasabi y aguacate emulsionado, cortado en pequeños daditos, estaba meloso y suave gracias a la salsa de maracuyá y miso, apenas necesitado de la ligera vinagreta que nos sirvieron como acompañante (27€). Crujientes las gyozas selladas de langostinos y vegetales al teppanyaki (plancha japonesa) (18,90€). Media ración de nigiris de toro crudo (4 unidades, 19€): la suavidad del toro sobre el tierno arroz los convierte en un bocado sublime.

Y también espléndidos los unagi uramaki, rodajas de salmón marinado con ligera tempura de aguacate y mango, coronado por anguila con salsa de miso y brotes tiernos de soja. Ocho unidades llenas de sabor, muy bien presentadas (26,5€). Renunciamos al salmón teriyaki marinado cocinado al teppanyaki que nos había gustado en la última visita (27€), para dejar hueco al atractivo bombón de chocolate negro sobre base de bizcocho que denominan kabuki, y que acompañan con helado de vainilla. Fue perfecto para terminar y compartir.

Para beber, optamos por un fino de Lustau, que encaja magníficamente con este tipo de cocina. El toque salado del Jerez es idóneo con los pescados y con algunas de sus salsas, a mi juicio mejor incluso que alguno de los blancos secos. La carta de vinos es amplia y con etiquetas de prestigio, y han incrementado precios en una media de un 20% respecto a la del anterior local. Algo que no se justifica por cuanto –y lo hemos comentado muchas veces en estas páginas– el valor añadido del restaurante es mínimo. Tan sólo encargar el vino al distribuidor. Un correcto Altos de Torona nos costó 27€ en nuestra anterior visita. El mismo, ahora, 35€ (+30 %). El Lustau que tomamos, Fino Jarana, 35€, un 20 % más. En tienda, cuesta menos de 10€. Es entendible que se busque compensar el alto coste de materia prima, local, decoración…, pero deben ser conscientes del peligro de pasarse de frenada. Han corregido algunos errores iniciales (precios desorbitados en algunas etiquetas de mayor prestigio), pero en general siguen siendo desproporcionados. Aspectos que deberían cuidar y pulir para mantener la buena reputación –merecida– de este gran restaurante de alta cocina japonesa.