El chef Ángel León, en un hotel de Palma. | Francisco Ubilla

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Detrás de Aponiente, el reconocido restaurante en el Puerto de Santa María (Cádiz), con tres estrellas Michelin y tres Soles Repsol, hay una infancia marca por la pesca, un camino profesional de caídas y miedos y un dueño con valores humildes. Ángel León (Jerez de la Frontera, 1977), el «chef del mar», ha vivido la edad de oro de la gastronomía de nuestro país y ha revolucionado la profesión con su apuesta por un menú cuyo ingrediente principal es el agua.

La feria más importante de la gastronomía de Mallorca, Horeca, le rinde un homenaje por toda su trayectoria. ¿Cómo describiría la hostelería de esta Isla?
—Es una gastronomía que ha sabido mantener su esencia a pesar de ser una Isla turística. Esto es lo más importante que debería haber en cualquier país o ciudad que se visite: que las cosas de verdad, de toda la vida, no se pierdan.

¿Qué producto de nuestra gastronomía le inspira más?
—Muchas cosas, pero desde luego me encantó descubrir los embutidos marinos elaborados con el descarte del pescado. Tuve la suerte de conocer esta práctica de la mano del rey de las sobrasses mallorquinas, Xesc Reina. Es un charcutero que trabaja con cerdo negro.

¿Y qué plato mencionaría?
—Me llama mucho la atención la sobrasada con miel. O comer calamares con sobrasada y miel. Es una mezcla que estaría en cualquier restaurante creativo.

En Horeca, compartirá espacio con Koldo Royo, con el que tiene una gran amistad. ¿Qué sensación le da ver históricos y nuevas promesas en los congresos?
—Koldo es un terremoto, le llamamos así, el terremoto Koldo. No puede haber una persona con más ímpetu, fuerza y con tanta ilusión. Le admiro precisamente por esto. Es bonito ver cocineros como él que defienden su tierra. Ya apenas se ven. La sensación más bonita en estos congresos es que, a pesar de que yo he pertenecido a la generación más importante de la gastronomía española, vemos a la savia nueva que sigue nuestro camino y que serán los que lo revolucionen.

Dicen que la cocina es una de las profesiones más duras. ¿Qué le hace levantarse cada día?
—La ilusión por seguir descubriendo cosas del mar es mi gran pasión. También poder investigar y hablar sobre ello en la cocina, abrir la mente a que la gente piense que el agua ocupa tres cuartos de la superficie de la Tierra, por eso creo que tenemos más que recolectar del mar que de la tierra. En Aponiente no hay nada terrenal, solo cocina con el mar. Lo que nos mantiene es la ilusión por descubrir más.

¿Es difícil gestionar dos negocios de alta cocina lejos de las grandes ciudades?
—Claro, eso siempre será un handicap. Al final, estamos en un sitio (Puerto de Santa María) al que llegar es más complicado. Pero creo que, con el tiempo, hemos conseguido que el mundo coja un avión para venir a vernos. El mundo viaja para comer. Es increíble la fuerza que tiene la gastronomía. Es un sueño que cada día haya diez o 12 nacionalidades diferentes en el Puerto para darles de comer. Cuando empecé con Aponiente, estuve a punto de cerrar varias veces porque nadie nos entendía.

Si hasta ahora no cabía duda que usted es el ‘chef del mar’, ahora revalida el título por su última creación: dar forma al agua.
—Intentamos hacer reflexionar a los clientes. Así lo haremos en la próxima temporada [ha propuesto un menú de agua a través de una máquina que transforma este líquido en textura]. Tenemos casi un 98 % de agua salada en el planeta y solo un dos por ciento es agua dulce. Es una tragedia, todavía más cuando hay tanta sequía. En Aponiente, somos el primer restaurante del mundo donde no utilizamos el agua dulce, sino que utilizamos una desalinizadora para convertir agua del mar en agua potable. Aparte, un 99 % de la electricidad la obtenemos mediante placas solares.

¿Cree que esa crítica la notan sus clientes?
—Sí la notan. Tengo la suerte de tener un equipo con pasión y cuentan las cosas sin agredir a nadie. Eso es lo bonito. La vida me ha enseñado que la gente va a un restaurante para beber vino y mojar pan, por muchas estrellas Michelin que tenga. La gente quiere menos historias de los cocineros y más comer, olvidarse por un instante de sus problemas o de lo que supuso la pandemia para todos.

¿Prevalecerá la comida ‘de la abuela’ en una gastronomía cada vez más vanguardista?
—Las abuelas de hoy ya no ven la cocina como un espacio propio. Hemos cambiado y nos encontramos en un país donde, de cara al mundo, se habla de cocina pero nadie cocina. La gente ha dejado de guisar lentejas y las sustituyen por otras proteínas llamadas superalimentos, pero yo no conozco un superalimento mejor que las lentejas. Corremos el riesgo de perder lo más importante de la cultura gastronómica: la cocina caliente. A pesar de ello, no creo que todo se pierda. Siempre necesitaremos sofritos, comidas base. Porque sin esa comida, no seríamos cocineros.

¿Qué plato le evoca a su infancia?
—Las papas con choco, los macarrones con chorizo picante y bechamel que me hacía mi madre. Y la tortilla de camarón.

¿Qué personas le han influido en su carrera profesional?
—La persona que más me inspiró fue mi padre. Él me enseñó el mar. Profesionalmente, quienes me han influido han sido los cocineros que me han hecho pensar, como Andoni Luis Aduriz o Quique Dacosta. Lo bonito de esta profesión es que hay admiración hacia los compañeros.

¿Qué es lo mejor y lo peor que le da su profesión?
—Lo mejor, sin duda, el viajar y conocer gente. Lo peor, el tiempo que me roba de estar con mi hijo.

Esta no puede fallar y Dabiz Muñoz ya ha respondido: ¿La tortilla de patatas lleva cebolla o no?
—La verdadera tortilla, como dijo Dabiz, va sin cebolla. Pero yo soy partidario a que cada uno la haga como le dé la gana.