El dueño de la casa, militar gruñón, dijo bruscamente a la criada, que quería una tortilla de espárragos y que como no la hiciera bien, saldría por el balcón. Sonrió la muchacha, contestando que sería una lástima de tortilla y el muy serio replicó que no se refería al cocinado sino a la cocinera. Ésta, miró en un libro de recetas de 1897: «Bien lavados y peinados los espárragos, oblígaseles a cocer, mal que les pese. Mientras ellos están entretenidos en esta operación, en la cual intervienen los elementos del agua y del fuego (y aún del aire si el fuelle tiene que actuar), los huevos se cascan y se baten con entusiasmo bélico en un plato de buen fondo. Al propio tiempo se coge una sartén por buen sitio se la llana de aceite y se la coloca sobre la lumbre, previniéndola que habrá que engendrarse en su seno la tortilla objeto de esta líneas. En su punto de aceite, sazonados con sal los huevos y cocidos los espárragos, comienza el lío. ¿Cómo? Vertiendo en la sartén aquéllos mezclados con éstos y moviéndolo todo con una paletilla, o mejor dicho, con una paleta pequeña, hasta trabarlo bien y hacer una tortilla en forma del submarino Peral. Se la saca de la sartén porque dejarla allí sería una tontería y se la lleva a la mesa, en donde es devorada por los comensales, generalmente, antes de los demás platos del almuerzo y rarísima vez después del café.» Va, como puede verse, de broma.
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