Las raolas de jonquillo y las rabas. | Andrés Valente

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Durante la pandemia, los restauradores fueron golpeados cruelmente, algunos cayendo grogui aunque pudieron levantarse para tomarse la revancha. Sin embargo, otros muchos fueron noqueados y dejados fuera del combate para siempre. Justo antes de la llegada del coronavirus, había un cierre que causó conturbación entre los amantes de la buena cocina española gallega. El Gallego, anclado en calle Carmen desde que Juan Temprano lo abrió en 1980, había cerrado aún siendo uno de los restaurantes más exitosos de la ciudad, con llenazos todos los días. Parecía inexplicable… pero había una explicación muy sencilla. El problema era precisamente aquellos llenazos a diario: el jefe de cocina Mauricio Temprano estaba harto de tanto trabajo. Tiró la toalla de un día para otro, tomaba unas vacaciones con la intención de luego buscar un local pequeño donde serviría cuatro especialidades gallegas, unos platos de pizarra y lo que podían pedir algunos de los clientes asiduos. Pero luego vino el coronavirus y los planes de Mauricio fueron aparcados… pero no olvidados. Mauricio encontró un local pequeño perfecto y El Gallego volvió a tocar las gaitas el mes pasado, pero ahora en calle Joaquín Botia.

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El restaurante de calle Carmen era de tamaño hangar, pero ahora Mauricio tiene un sitio casi pigmeo con unas pocas mesas en la parte delantera y aún menos en la zona trasera. Exactamente lo que quería. Nada más entrar hay un bar pequeñuelo que se llena enseguida con los asiduos de siempre. Juan Temprano, ya jubilado pero con ganas de disfrutar del nuevo local, se presenta algunos mediodías para saludar a los asiduos, que también son sus amigos de hace 40 años y más. Yo le conozco de su paso por Restauración en PIMEM más que por mis pasos por El Gallego antiguo. Fui al nuevo local con la intención de pedir cuatro platos y empezábamos con raolas de jonquillo y rabas de calamar (ambos a 10,50 euros). Las raolas, en forma de mini tortillas planas, venían con una superficie crujiente que tapaba el jonquillo blanquita, que parecían más bien angulas pequeñas. Un entrante perfecto y delicioso que valía un 10 delicioso. Las rabas de calamar, siempre una elección arriesgada ya que pueden salir duras, fueron tiernísimas y sin rasgos de aceite residual.

Los calamarines de cercol.
La tarta de Santiago y las cañas de crema.

Desde su sitio en la barra, Juan venía a la mesa dejando tapitas sin decir nada: cuatro cuadritos de empanada gallega de carne, dos calamarines de cercol, cuatro mejillones al vapor y dos sardinas gallegas fritas. Los mejores calamares de pota se capturan con anzuelo y en los mercados se presentan con su piel… y son más caros. Los calamarines de cercol se cogen sobre la superficie con redes y llegan al mercado sin piel… y son más económicos. Pero el sabor es igual: los dos calamarines salieron bien blandos y súper sabrosos. Las sardinas gallegas, siempre tan grandes, hubieran podido ser más jugosas, pero eran muy frescas y eso fue una consolación. Los mejillones, grandes y jugosos, con una cocción milimétrica, fueron tan buenos que queríamos pedir una ración entera, pero solo nos quedaba un poco de apetito para un postre: unas cañas de crema (4 euros) y un trozo de tarta de Santiago (4,50 euros). La caña fue súper quebradiza pero la crema muy líquida. La tarta de Santiago se hace solo con almendras molidas y fue la mejor que he comido. Valía un 10.