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Hay momentos en los que uno se siente verdaderamente privilegiado, sí, sobre la masa, sobre lo común y corriente. No se trata de esnobismo, al contrario, se trata de reconocer con humildad lo extraordinario que la vida nos regala y lo importante que es darse cuenta de ello. Sucedió cuando asistimos a la cena que nos ofreció Antonio Sevilla en su casa, que no es otra que el monasterio de Miramar, que fue lugar de retiro y contemplación del inmenso Ramón Llull, y después una de las propiedades del archiduque Luis Salvador de Habsburgo, que fue su primera propiedad adquirida en Mallorca y de quien lo heredó su bisabuelo, que fue secretario del genio que más ha querido a Mallorca desde que llegara a la Isla siendo solo un joven con ansias de vivir, saber y conocer, más allá de la Corte imperial y sus limitaciones.

La vida del archiduque siempre será un misterio que no queremos resolver, pero su sensibilidad queda manifiesta con la bellísima escultura en mármol que dedicó a su amigo secretario fallecido en Palma al poco de llegar. Se puede admirar nada más entrar en la casa principal, en un recorrido interesantísimo abierto al público que nosotros pudimos disfrutar en privado la noche de Luna llena, ni más ni menos. El recorrido comenzó en la capilla, se detuvo en los arcos góticos que embellecen el jardín, siguió en la penumbra hasta la casa y llegó hasta la terraza que da al mar, a la Foradada que custodia también Sevilla al igual que el magnífico palacio llamado Son Marroig, que de palacio tiene poco, como Marivent, salvo una ubicación privilegiada. O s’Estaca, hoy de los Douglas, o Son Moragues, hoy de los Entrecanales, o la que fuera casa de Manolo March, Son Galcerán, recientemente vendida a un matrimonio extranjero.

Ese fue el reino de Luis Salvador de Austria y también lo es de los que le han sucedido al frente de estas casas icónicas que afortunadamente han caído en manos sensibles que las han conservado con la belleza con la que fueron creadas. De la sensibilidad de Luis Salvador a la de Antonio Sevilla hay un camino corto. Nos recibió a la mallorquina para que disfrutáramos de las mejores viandas que nos alegran la sencillez del verano de siempre. Una mesa bien dispuesta, una compañía inmejorable y una conversación a la altura de los invitados de esa noche especial en la que todo cambiaba gracias a la Luna. Se agradecen tanto estas ocasiones especiales que resulta difícil contarlas sin manosear su valor. Así que no sigo, salvo con un gracias enorme. Pero sigo con más, no crean.