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A veces no queda más remedio que salir a la calle. No nos queda otra que expresar pacíficamente, aunque con dolor, tristeza y algo de rabia, que ya está bien: todas las lenguas del mundo son tesoros maravillosos. Son la forma a través de la que una comunidad se ha expresado durante siglos.

Yo soy mallorquina, entonces hablo en mallorquín, que es una variante del catalán. Porque las lenguas son ricas y complejas. No suena igual un inglés de Oxford que el inglés americano. Los alemanes del norte hablan un dialecto muy distinto al de los alemanes del sur. Un andaluz no habla igual que un señor de Toledo. Sin embargo, ninguno de ellos pondrá en duda que hablan la misma lengua. Precisamente porque todas las lenguas del mundo se dividen en dialectos y subdialectos. El mismo mallorquín, por ejemplo, no es igual en Pollença, en Sóller, en Binissalem o en Palma.

En serio: ¿es tan difícil de entender? ¿Es tan complicado pedir respeto por la lengua que hablaron Ramon Llull y mi abuela? El problema, por supuesto, no son los idiomas. Todas las lenguas son bellas. Las personas que dominan muchas lenguas tienen una capacidad de entender el mundo con miras más amplias. El problema no son las lenguas, sino las personas que las utilizan como instrumento de represión.

Por eso hoy tendremos que volver a la calle. La petición es sencilla: respeto por una lengua que cada vez habla menos gente en las calles de nuestra ciudad, que es maltratada y relegada a un segundo nivel: ese de «estar por casa». Lo siento, pero no hay lenguas de estar por casa. No hay lenguas más importantes, que se alzan sobre tacones de quince centímetros, mientras otras van en zapatillas de cuadros escoceses. No hay lenguas de primera o segunda división.

Si estoy enamorada, si tengo miedo, si rezo por los que amo, si explico mis miedos, si confieso secretos, si defiendo mis ideas lo puedo hacer en las distintas lenguas que domino, pero solo seré auténticamente yo, del todo sincera, si se me permite expresarme en la lengua que utilizaba mi abuela para contarme cuentos, la que mis padres y mis hermanos hablábamos en la mesa, la que me sirvió para decir amor por primera vez y, seguramente, la última que pronunciaré cuando muera. Solo pido que nadie la mate por el camino.