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Ya decía yo que el dilema amor o poder de Pedro Sánchez me sonaba de antes. Pedir a las masas que te ensalcen, que salgan a las calles, que te rueguen por lo que más quieras, lo había visto. Un país pendiente de los suspiros del líder; los charlatanes de la televisión narrando en directo el último vuelco emocional del ídolo; los comentaristas de prensa haciendo la interpretación más inverosímil de aquel gesto, de aquella mirada, para descifrar lo que vendrá; los profesores universitarios, con gesto sesudo, desbrozando palabra a palabra lo que quiso decir para descubrir los indicios del mañana; los directores de cine llorando como niños; los jubilados en los bares parando el dominó para apostar a qué seguirá: todo me era familiar.

Porque de niño, yo vi cómo masas de argentinos acudían a la plaza de Mayo a celebrar el amor de Perón por la Evita ya muerta, la que hacía política social tirando dinero desde los balcones; o correr al aeropuerto a recibir al salvador que venía con Isabelita, su nueva amante, que reemplazaba a la irremplazable. Como el peronismo descubrió el poder de los sentimientos en política, el loco de la patilla se peleó con su mujer a gritos en los jardines de su residencia, ante las cámaras, y la reemplazó por una modelo cuarenta años más joven. Todo en directo. Eso es poder, eso es movilización.

El peronismo nos regaló al ‘tuerto’, como lo llamaban en el país vecino, y su mujer, que se sucedieron en el cargo durante un cuarto de siglo, y que tuvieron la frustrada intención de hacer de su hijo, Máximo, otro líder de masas. Ella tipificó el lawfare, que consiste en que los jueces quieran perseguir el robo de los gobernantes como si estos no hubieran sido votados en las urnas. La democracia ante todo.
Un país de psicoanalistas como Argentina llegó antes que nosotros a la política del corazón. Al peronismo nunca nadie tuvo que enseñarle nada. Son los maestros. Pedro Sánchez allí sería un estudiante aventajado. Pero estudiante. Porque en realidad, lo peronista no es sólo el peronismo, sino la Argentina. El último gobernante, Milei, como peronista que es en el fondo, en la campaña electoral se juntó con una actriz –«¡no han visto como está!», confesó– a la que dejó dos meses después. Para ganar elecciones todo suma.

Que Sánchez ponga en la agenda política su relación emocional con Begoña me sonaba: el peronismo lo habría convertido en rutina. Es una herramienta fenomenal para movilizar al votante, para llevarlo y traerlo hasta que vota lo que tiene que votar. ¡Ay!, cuánto tenemos que aprender. ¿A dónde íbamos mediando en el conflicto palestino? Para el gusto europeo, hay un problema: estos hiperliderazgos exigen que del jefe para abajo todos se comporten como idiotas. Mejor si lo son, pero al menos que lo parezcan; que lloren, sufran, rían, canten y aplaudan cuando y como indica el guión del Mesías. Esto en España aún nos rechina, aunque todo es cuestión de práctica. Ese ha sido el papel de Oscar, María Jesús o Francina. Arengar a doscientos seguidores de este culebrón en Palma exige mucho atrevimiento sobre todo si se piensa que podrían estar haciendo el papel contrario. No cualquiera está preparado. El jefe siempre premia, pero cuesta. Sobre todo en autoestima. Dado que el poder de estas escenografías está en los bandazos –hoy una democracia sólida, mañana corre peligro; hoy dimito, mañana otra etapa; acudo a la Casa Real para informarle de la decisión de no tomar decisión; vuelvo y todos tienen que seguir aplaudiendo– el papel de los actores secundarios desgasta. Porque al final se nota que el aplauso es maquinal, que viene en la nómina.

Tiene bemoles de que Sánchez se sorprenda de que en España haya pirados, sobre todo en los extremos, y que estos vayan a los jueces para que se pronuncien sobre sus sospechas. Ni que la Justicia estuviera para impartir justicia. Que España se deje llevar hacia una democracia de culebrón es anticiparse al postmodernismo político, que se dirimirá en las redes. Una lección de Sánchez para Europa y Occidente, que aún están aferrados al pasado. Basta ya de leyes y números: un país se hace con el corazón, llorando como niños. Menos Churchill y más Lola Flores. Mi humilde sugerencia, copiada de Argentina, es crear la ‘cadena nacional’, que obliga a todos los medios a seguir una señal de televisión emitida desde Moncloa, como el «Aló Presidente». Aquellas ruedas de prensa de la COVID, con Simón y dos militares podrían ser el referente; la adaptación sería Puente y Alegría, por ejemplo.
Ya decía yo que a las democracias liberales europeas les hacía falta un poco de corazón. España les va a enseñar lo que aprendimos de Evita y sus sucesores.