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De los cines Renoir -hoy CineCiutat- me gustaba todo, incluso lo que no tenía que ver directamente con sus salas. Me agradaba mucho, por ejemplo, el arbolado camino que tenía que recorrer hasta llegar allí. También me atraía que estuviera ubicado en s’Escorxador o que la caseta de la taquilla fuese tan peculiar. Me fascinaba igualmente que todas las películas fueran en versión original subtitulada o que siempre hubiera folletos con información muy detallada sobre cada una. Por supuesto, me gustaba también su público habitual, tan silencioso y educado. Resaltaría, asimismo, que como en Palma nunca hemos tenido una filmoteca, los añorados Multicines Chaplin, primero, y los Renoir, después, fueron el refugio ideal para varias generaciones de entregados y solícitos cinéfilos. En mi caso, yo era un cinéfilo algo melancólico y sentimental, por lo que en más de una ocasión me acababa enamorando secreta y desesperadamente de alguna espectadora que había acudido sola a ver mi misma película. En ese sentido, siempre lamenté no haber sido en aquella época algo más decidido y valiente, con el fin de llegar a proponer a uno de esos amores platónicos ir a tomar un café, a poder ser en una noche lluviosa, hermosa y fría, para charlar de cine y de la vida tal vez hasta la madrugada, como en un filme de Woody Allen, de Wong Kar-Wai o de Jean-Luc Godard. Como habrán intuido ya, nunca llegué a hacerlo, pero aún no he perdido del todo la esperanza de llegar a cumplir algún día ese viejo sueño romántico, a pesar de ser también, me temo, algo fantasioso e irreal.