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Es lógico que la gente crea que en la universidad las cosas deben funcionar bien porque por algo sus integrantes tienen formación sólida. Para algo son los sabios. Sin embargo, no hace falta escarbar mucho para comprender que la degradación cultural de Occidente tiene a nuestras universidades en vanguardia: su confusión, por decirlo con delicadeza, sería absolutamente divertida en relación a la sabiduría que pregonan, si no fuera porque en su rol de guía social nos llevan a la ruina. En España, además de ello, son víctimas de corrupción generalizada.

Aquí, como en el resto del mundo, aunque en versión light, padecemos también una infección ‘woke’, de la que hablaré en otro momento. Pero nosotros encima tenemos nuestro propio caos. Todo empieza porque España, imitando a otros países, ha proclamado la autonomía universitaria. O sea, que nuestra universidad es un caso de (auto) gobierno de sabios. Toman sus propias decisiones; se evalúan a sí mismos; aunque pagamos los demás.

Todo el mundo tiene claro qué es un buen profesor; incluso los estudiantes coincidirían en proclamarlos por unanimidad. Pero estas opiniones no sirven porque no son objetivas. En su lugar, a través de una agencia estatal denominada Aneca, se aplica una evaluación objetiva, lo que implica crear una ecuación a la que uno le otorga valores a sus componentes y da un resultado. Una estupidez descomunal, a la que los pedagogos son muy dados. Baste decir que los resultados suelen llegar a ser radicalmente contrarios a los que indica el sentido común: hay grandes profesores marginados y absolutos catetos promocionados. Todo es cuestión de saber moverse y ser desvergonzadamente baboso.

Todavía hoy los profesores son evaluados sobre todo por lo que investigan. Fantástico si no fuera porque hemos terminado creando una ridícula industria de los congresos y las publicaciones académicas que aseguran el fraude. Yo vi profesores ir a un congreso, no escuchar ninguna intervención, no ser escuchados por nadie, y volver con un certificado que acredita su valía. Engaño a escala industrial, pero todo el mundo calla y Aneca certifica. En cambio, dar bien las clases, estimular al estudiante, estar al día en los conocimientos del área o tener una actitud constructiva no suma puntos.

Este modelo de acreditación, único en el mundo, sólo es un aspecto del problema. La autonomía universitaria se ha convertido en un vergonzoso sistema para construir estructuras mafiosas de poder, donde los mejores suelen ser excluidos si suponen un peligro para los que han tomado las riendas de los departamentos. Su objetivo es defender el derecho del profesor mejor pagado a explotar a los aspirantes a futuros profesores. Esto ocurre en mayor o menor escala en todas las universidades españolas, incluida la nuestra. Es masivo. Toda una mafia endogámica; todo un sistema corrupto y politizado. Los mejores estudiantes se quedan en el departamento durante años, arrastrándose con becas miserables y cargándose con lo más duro del trabajo, hasta que el departamento decide premiar al ‘esclavo’ con una oposición rigurosamente manipulada. El premiado, desde ese momento, asume su nuevo rol: vender sus aplausos, vigilar que nadie se desvíe del sistema, y explotar a sus inferiores. En incontables universidades, sobre todo la izquierda tiene controlada toda la estructura, sin el menor disimulo. La derecha tampoco tiene autoridad porque cuando puede hace lo mismo. En Baleares, los pocos departamentos de derechas y el resto, mayoritariamente de izquierdas, son implacables en la persecución de quien discrepe. Pocas áreas, que las hay, se escapan de esta desvergüenza. Nuestra universidad, como todas, es un juego de intereses y poderes en el que sólo algunas individualidades mantienen la dignidad. Pero, en conjunto, el modelo está podrido. No acusen a los rectores: están atados de pies y manos sin competencias para mandar. Cierto que ellos callan, pero tampoco podrían cambiar nada.

He ahí la gravedad de la crisis: sabiéndolo todos, mantienen la ficción. Hasta hay un Consejo Social que vigila que la universidad cumpla su función y que, por supuesto, tapa el escándalo bajo un mar de papeles y documentos pensados para ignorar el elefante en el salón.

Lo nuestro, como ven, tiene miga: llegamos al extremo de contradecir a Platón cuando proclamaba que una sociedad podría funcionar bien si estuviera bajo el gobierno de los sabios. No, aquí tampoco funcionaría. Moralmente esto es horrendo porque cuando un intelectual no es capaz de decir la verdad, no merece respeto.

Lo cual, en parte, explica por qué estamos en un profundo declive.