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Ahora que todo el mundo ha regresado de sus viajes por el mundo, ha sido cuando yo me he dado cuenta de la suerte que tengo de que no me guste nada viajar. No es que no me guste. Es algo bastante peor. Es oír hablar de viajes y empezar a caer lentamente en un desánimo que roza lo enfermizo. Pero, en fin, esta es una historia de la que ya he hablado en otros artículos. Hoy la cosa va por otro camino. Si ahora digo que soy muy afortunada a causa de este rechazo atroz es porque podré excluirme muy gratamente -y sin tener que esforzarme lo más mínimo- de ese porcentaje millonario de turistas insistentes que pronto van a ser vilmente acusados de abusones, contaminadores y negreros, podría decirse. Ya ni viajar tranquilo puede uno, se dirán dentro de poco. Lo digo porque ahora en Europa está empezando a desarrollarse una concienciación que lleva aparejada un terrible sentimiento de culpa. En primer lugar están los que se oponen a visitar las ciudades masificadas y optan por moverse por su propio territorio. Luego tenemos a los que se cuestionan el impacto de la huella de carbono y deciden dejar de volar. Y, en tercer lugar, están los que critican la explotación laboral de los trabajadores del sector turístico. De la mezcla de estos ingredientes nace en Suecia el término flygskam, que significa ‘vergüenza de volar’. Ya ni los viajeros empedernidos van a estar a salvo de recibir una buena reprimenda a causa de su afán desproporcionado de conocer mundo. Viajar es sinónimo de vivir, de saber disfrutar y aprovechar el tiempo. A mí, la verdad, esto no me pasa nunca. Para mí vivir es otra cosa. Algo que está a años luz de subirme en cualquier clase de avión. Así que podría decirse que estoy a salvo de este ruin flygskam. Fantástico. Joder, qué suerte tengo.