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Habrán notado que desde hace un tiempo las coreografías están por todas partes y que no hay obra de teatro, película o programa de televisión que no incluya un bailecito. Puede ser al principio, al final o casi todo el tiempo (como ocurrió en la última obra que fui a ver al Teatre Principal, en la que los personajes se movían, como si hubieran sido poseídos por algún espíritu travieso y algo maligno, a cada rato). No se quejarán los amantes del baile, puesto que está visto que sin coreografía hoy no se va a ninguna parte. Me sorprende e, incluso, me quedo turulata. Pero será un asunto personal. Puesto que no veo que a nadie le sorprenda tanto –y generalmente para mal– como a mí. Movimientos raros, que ni siguen el ritmo de la música ni nada, pero que parece que confieren al protagonista una liberación, una paz que no se puede aguantar. Los bailarines a veces se ríen y lo pasan bomba –véase el programa diario de mayor audiencia de un canal privado–; otras, parece que se transforman y se liberan de algo negativo (como en la última de Isabel Coixet); y las peores, para mi gusto, son aquellas que, sin venir a cuento, trastocan el devenir de una obra dramática. En fin, que las coreografías están a la orden del día. Con una coreografía todo adquiere sentido, parecen decirnos. Puede que sea porque a mí nunca me ha gustado bailar ni ver bailar pero lo que está ocurriendo supera con mucho lo que mi paciencia puede soportar. Es que, ¡hasta en las bodas los novios llegan al convite y se ponen a bailar! No es que abran el baile con el típico vals después de la cena… Es que llegan y se marcan unos pasos practicados durante meses. Inaudito. Pero bueno, que yo no lo entienda no significa nada, en realidad.