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La ministra de Defensa, Margarita Robles, alertaba hace poco de que «un misil balístico puede llegar perfectamente desde Rusia a España» y de que «no somos conscientes del enorme peligro que hay en este momento». Al tiempo, la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, añadía que «para evitar la tercera guerra mundial, Rusia debe perder». «Una guerra no es imposible», remachaba la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Países fronterizos con Rusia debaten la recuperación del servicio militar y Francia quiere enviar tropas a Ucrania, mientras se invita al Banco Europeo de Inversiones a readaptar su política de préstamos a energías renovables hacia el armamento.

Cuesta entender tanto ardor guerrero. Una primera explicación consistiría en que realmente consideran las autoridades que enfrentarse a Rusia es factible y deseable; después de todo, el PIB de toda Rusia es apenas el de Italia, y poca resistencia podría ofrecer. Si así fuere, nuestros dirigentes serían cuando menos locos irresponsables, dado que no hay guerra pequeña y que Rusia mantiene un formidable arsenal nuclear. Más probable resulta que dicho ardor sea consecuencia de presiones del llamado complejo industrial-militar (ejércitos, fabricantes de armas y comisionistas) contra el que advirtiera Eisenhower (presidente de los EEUU, y militar), el mismo entramado que recientemente voló los gasoductos del Báltico. El capitalismo occidental necesita la guerra fría, o mejor aun, caliente. El diplomático e historiador George F. Kennan había enunciado: «Si la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas, el complejo industrial-militar estadounidense tendría que seguir existiendo hasta que inventáramos otro adversario. Cualquier otra cosa sería inaceptable para la economía estadounidense». Pero armamento y guerra sólo pueden significar menos Estado del bienestar, esto es, menos sanidad, educación, servicios sociales y confort. Como decía el ministro William Jennings, hemos de elegir entre cañones o mantequilla, y muchos dirigentes parecen estar optando por los tambores de guerra. La guerra es dolor, destrucción y muerte, y en ese sentido nuestros líderes preocupan tanto como el propio Putin.